Diversos estudios de comisiones de derechos humanos y de organizaciones civiles han concluido que las cárceles están llenas de inocentes o de quienes no tienen dinero para comprar su libertad. Los mismos documentos han señalado que buena parte de los reclusos son delincuentes de bajo perfil y se encuentran en prisión por el delito de robo, generalmente robo menor.

El caso que documenta hoy EL UNIVERSAL da cuenta de que el reto para modificar el sistema de justicia es enorme y no se dará de un día para otro. Quizá tenga que pasar al menos una generación para comenzar a percibir los cambios.

En Tlacolula de Matamoros, Oaxaca, un indígena zapoteca lleva seis meses en prisión preventiva, acusado de matar tres conejos en un terreno de siembra, de propiedad comunal. El Ministerio Público federal pide una sentencia de nueve años de cárcel.

La instancia que lo acusa es la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, pues argumenta que el predio donde sucedieron los hechos forma parte de una zona federal protegida, que además resguarda vestigios arqueológicos y prehispánicos.

La defensa, por su parte, señala que la decisión es anticonstitucional, ya que el artículo 19 prevé la prisión preventiva sólo para delitos graves o en los casos de delincuencia organizada, violación, secuestro o trata; argumenta también que la prisión preventiva es una regla excepcional, pues el sistema de justicia penal acusatorio, en marcha desde hace más de un mes, le concede el beneficio de llevar el proceso en libertad, y por último menciona que la pena no resulta proporcional al delito.

El propio acusado, asesorado por organizaciones civiles, ha expuesto otras faltas: no fue asistido por un traductor ni contó desde el inicio con un defensor que conociera su cultura, que él solo cuidaba de terrenos comunales y se dedica a evitar las plagas, como pueden ser ratones o conejos.

En una respuesta que raya en lo absurdo, el juez pide corroborar la identidad indígena del acusado por medio de un dictamen que realice la Comisión Nacional de Pueblos Indígenas y además exige un dictamen técnico en el que se establezca que el preso no es de alta peligrosidad. Todo tiene un costo estimado en más de 100 mil pesos.

El caso expuesto remite a muchos otros más en los que integrantes de comunidades indígenas son víctimas de los excesos del Poder Judicial; por ejemplo, uno de los más recientes, el de tres indígenas otomíes acusadas de secuestrar a agentes federales. En ambas situaciones los acusados enfrentan toda la fuerza del Estado como si de individuos peligrosos se tratara.

¿Dónde queda la aplicación del sistema de justicia acusatorio? ¿Dónde la presunción de inocencia? Pero lo más importante ¿dónde está el sentido común del llamado impartidor de justicia?

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