Cuando las expresiones de inconformidad de un movimiento alcanzan un cierto grado de violencia, los gobiernos llegan a una encrucijada: enfrentan el desafío con fuerza y se arriesgan a que el resultado sea más gasolina al fuego, o permiten actuar a los protestantes, con el riesgo de dejar en indefensión a ciudadanos ajenos al conflicto. Por desgracia, el enfrentamiento del pasado domingo en Oaxaca, entre la CNTE y el gobierno federal, parece ejemplo de lo primero.

Hasta antes del fin de semana pasado, el conflicto con la disidencia magisterial había sido sorteado sin graves daños colaterales, salvo por el fallecimiento de un profesor el 25 de febrero del año pasado, el cual —despues se demostraría— fue un accidente.

Lo malo es que cada vez que un manifestante muere, el mismo fenómeno ocurre: el encono inunda a los inconformes y, en consecuencia, se sienten autorizados para actuar con mayor fuerza que antes. En ese momento los gobiernos pueden caer a su vez en un círculo vicioso de mano dura. Lo vimos en 2006, cuando las protestas contra el entonces gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz, derivaron en una guerra campal de meses.

En el caos de protestas en las que todo se permite —lanzamiento de piedras, robo de camiones, uso de vehículos como arietes, bloqueo de carreteras— fácilmente se pueden confundir los motivos de un fallecimiento. ¿Significa lo anterior que debería desestimarse en automático la versión de los manifestantes de que las muertes fueron acciones deliberadas del gobierno? De ninguna manera. Si el detalle de las investigaciones, incluyendo las que realicen organizaciones civiles e instituciones autónomas, arroja un exceso de fuerza o brutalidad policiaca, el castigo debe ser inmediato.

Desafortunadamente es esa mezcla explosiva de movimientos sociales radicalizados, sin freno oportuno, con el uso racional de la fuerza pública, la que a la postre genera más violencia.

El 12 de diciembre de 2011 dos normalistas murieron tras un enfrentamiento con policías en la Autopista del Sol, cuando se manifestaban para, entre otras cosas, exigir empleo automático, sin evaluación previa, en escuelas del estado. Un trabajador de una gasolinera incendiada durante la protesta, quien intentó apagar el fuego, moriría días después en el hospital. Fue el clásico ejemplo de una causa patrimonialista, defendida con violencia injustificada, que a la postre generó la muerte de dos de sus compañeros, aunque en ese entonces fue clara la responsabilidad de los agentes en el exceso.

Es difícil pedir calma en un contexto como el actual, pero no hay otra alternativa. El peor escenario es volver a caer en el círculo de violencia de hace 10 años.

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