La palabra “señor” puede utilizarse de muchas y muy peculiares maneras: para hablar de alguien con desdén: “el señor este cree que puede salirse con la suya”; para dirigirse formalmente a un ciudadano: “que el señor Hortalizo pase, por favor, a consulta con el endocrinólogo”; para hablar de un ilustre con admiración y hasta con un puntito de devoción, como en la frase que encabeza estas líneas. Aquel “señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra” se llamaba Leopoldo Lugones, fue poeta, nació en 1874 y se suicidó en la isla del Tigre, en 1938, con el atroz recurso de beber un vaso en el que había mezclado cianuro y whisky.

Lo he llamado poeta porque durante largos años ese fue su prestigio principal. Lo tuvo ante los ojos de sus contemporáneos y de las dos o tres generaciones siguientes a la suya: la de los nacidos en 1888, como el mexicano Ramón López Velarde; la finisecular de 1899, a la que pertenece el argentino Jorge Luis Borges, de quien es la cita sobre el “señor de todas las palabras”; la de los nacidos apenas un poco después, como el chileno Pablo Neruda, de 1904. Ahora ya casi nadie lo lee; lo he comprobado en una de esas encuestas informales que suelo llevar a cabo por mi cuenta, preguntando aquí y allá. Hay excepciones: dos amigos míos, jovencísimos universitarios, lo leen y aun lo estudian. Yo mismo lo he tenido presente siempre, desde que tuve en mis manos la edición mexicana de una antología de cuentos titulada Los caballos de Abdera, hecha en 1919 por la editorial Lectura Selecta. Hace poco, gracias a los buenos oficios de mis amigos en la Librería Antigua Madero, me hice con un ejemplar de las obras poéticas completas, en Aguilar; así, podré devolverle el ejemplar de esa misma edición al joven poeta que tuvo a bien confiármelo durante algunas semanas.

A Lugones le ha pasado, en el orbe hispánico, lo que a Anatole France en Francia con la humillante cremación simbólica de su cadáver a cargo de los surrealistas. Estos lo cubrieron de insultos y lo descartaron como un cachivache literario de la batalla pasada; con Lugones no ha habido tal violencia, pero sí un olvido gradual que equivale a la extinción. Pero Lugones fue leído por esos tres que mencioné allá arriba, y no es poco decir.

Ramón López Velarde fue su discípulo notorio. Quien se acerque a los poemas del Lunario sentimental, de Lugones, exclamará: “¡Pero si esto es totalmente lopezvelardeano…!” Para Borges, López Velarde es un superior a Lugones, que sin embargo no hubiera sido posible sin Lugones.

El ensayo de López Velarde sobre la primacía de Lugones entre los poetas de la lengua española es un texto reflexivo y crítico que vale la pena leer y releer; lo mismo puede decirse del librito introductorio redactado por Borges con la colaboración de Betina Edelberg, que contiene páginas magistrales, como el capitulillo “Lugones, Herrera, Cartago”. Ω

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