Durante los días sin dueño que separan a la Navidad del Año Nuevo suelo distraerme de mis asuntos y leer sobre música. Esta vez he vuelto al musicólogo Peter Kivy (1934), uno de los filósofos estéticos más influyentes de nuestro siglo. Hacía tiempo que esperaba leer Antithetical Arts. On the Ancient Quarrel Between Literature and Music (Oxford, 2009) cuyo título es tan prometedor como ilustrativa su lectura para los pocos curiosos del asunto. Un gran asunto, en mi opinión, es el problema planteado en esta ocasión por Kivy, como antes lo fue su comparación entre Haendel y Mozart, entre el genio madurado y trabajado junto al niño prodigioso y prodigio.

En Antithetical Arts, contra lo supuesto por mí, no se ilustra la supuesta pelea, más allá del ritmo, entre la poesía y la música, justamente porque, la música vocal, desde los griegos, entraba dentro de la lírica, acaso el arte por excelencia. La querella nace justo en los 60 y 70 del XVIII mientras el pequeño Mozart era visto, antes que nada, como un espectáculo monstruoso y hasta escalofriante, más bien digno de un circo. Cuando las sinfonías dejan de ser oberturas de ópera, tocadas mientras la gente se sentaba, desordenada y ruidosa, esperando a los belcantistas de su preferencia, surge un problema filosófico hasta la fecha vigente, el del estatuto estético de esa nueva música, la únicamente instrumental.

El primero en abordarlo fue Kant, quien dicho sea de paso, no le interesaba la música en sí, no sólo porque entonces escucharla era privilegio de los devotos o de quienes frecuentaban las cortes. Incluso, a un Schopenhauer, a quien debemos páginas enjundiosas sobre la música como expresión máxima de la voluntad, le gustaban músicos de bajo rango. El suyo era un gusto pequeñoburgués y conservador, diríamos. Kant, para retomar el tema, no era ni melómano y calificó, nos dice Kivy, a la música meramente instrumental, como un arte decorativo, definición que se cuidó de no hacer pasar por peyorativa, pues exaltaba bajo ese paraguas a los admirables frescos de Pompeya o a la arquitectura, a la vez decorativa y funcional.

Como en todo lo bueno y lo malo de la modernidad, el cambio llegó con el romanticismo. Fueron los románticos (tanto los músicos como sus oyentes) quienes se empeñaron en decir, platónicos, que una sinfonía de Beethoven o un scherzo de Brahms no sólo exaltaban nuestros sentimientos de alegría, melancolía, morbidez o de pasmo ante la belleza, sino contaban algo. Más allá del truco de ponerle título a las composiciones y predisponer al público hacia la libertad o la guerra o hacia alguna banalidad, corrieron ríos de tinta sobre qué diablos nos contaban los compositores.

Kivy, formalista, se remonta a una pieza vocal de Antonio Salieri, quien envenenado ante el genio envenena a Mozart en una ficción de Pushkin que Milos Forman convirtió en una linda película, titulada (la ópera en un acto de Salieri), Prima la música, e poi la parole. El título escrito por el libretista de Salieri fue leído como una broma cuando anunciaba una transformación radical. Kivy argumenta contra quienes llama los “arousalists”, es decir quienes le dan gran importancia a la música por que despierta (arouse) sentimientos, es que ya en tiempos de Mozart, lo habitual era componer primero la música y luego pasarle la partitura al libretista para que le pusiese palabras, es decir, contase una historia. Ello explica, agrego yo, que Beaumarchais o Da Ponte valgan poca cosa leídos como literatura despojados de la música cuya “ilustración” era su trabajo o las dificultades para mantener a Metastasio en el canon o que los lieder de Schubert provengan de poetas populares si acaso medianos.

El escéptico Kivy afirma que la independización de la música instrumental de la vocal es otro de los pasos decisivos en la constitución de lo moderno. Siguiendo al aun sorprendente tratadillo de Eduard Hanslick (On the musical beautiful, 1854), equivalente a la decisiva frase que años después le espetará Mallarmé a Degas sobre que la poesía se hace con palabras y no con ideas (la anécdota la trasmite Valery hasta 1939), para Kivy y para su partido, el formalista, la música instrumental es un lenguaje autónomo ajeno de raíz a las emociones del público. Éstas son, siguiendo a Hume, sólo una “conexión sentimental”, que para Hanslick —crítico de origen bohemio quien pagó su osadía antiwagneriana ridiculizado por el maestro de Bayreuth en Los maestros cantores de Nuremberg— y Kivy es banal o pertenece a otra zona, la teoría de la percepción artística.

Asociar la música a los sentimientos, desde luego, se vale. Pero para Kivy son sólo un agregado comercial, ajeno a la composición en sí, las colecciones de adagios para enamorados o las marchas nupciales o los highlights editados para la autoayuda. Por esa misma razón, algunas de las sinfonías de Haydn fueron tituladas posteriormente o por sus sentimentales escuchas o por los dueños de las salas de concierto, cuando las hubo. No existe una persona musical que habite como duende la música y si existe es una persona non grata al menos para los musicólogos. ¿El melómano le dará la razón a Peter Kivy? Yo sí. Oigo los cuartetos de Beethoven lo mismo si estoy triste o si me encuentro muy alegre. Lo más frecuente, animado o abatido, es escucharlos porque me fascinan, como a todos quienes los oyen, aunque no me digan nada en especial o “digan” algo que me conviene en ese momento. La música pura o absoluta es todo porque no dice nada o aquello que dice es intraducible en términos literarios, narrativos. Así las cosas, feliz Año Nuevo.

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