En El Universal Ilustrado, semanario del periódico que abordaba temas culturales principalmente, sus redactores solían hacer encuestas entre las más grandes figuras intelectuales de los años 20.  Regresar a esas páginas nos permiten ahora conocer la visión que tenían artistas, escritores y pensadores sobre situaciones que aunque son específicas, nos dejan ver más sobre su manera de pensar.

En esta ocasión, presentamos una encuesta realizada por el político costarricense Rogelio Fernández Güell, que firma como Francisco Dávalos, sobre las , en específico la de San Carlos: ¿vale la pena preservar su modelo o es mejor erradicarlo?

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La encuesta, explica el autor, se hizo sólo en un par de horas a personajes como Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Roberto Montenegro y Nicolás Rangel… increíble cómo en aquella época esas personas se encontraban lo suficientemente cerca como para entrevistarlos en un lapso de dos horas.

Esto fue lo que opinaron intelectuales sobre la academia de , en 1925.

¿Incendiaria usted la academia de Bellas Artes?

25 de junio de 1925

Francisco Dávalos

(Rogelio Fernández Güell)

Principiemos porque las academias no debieran vivir. Son algo inútil, fastidioso, oscuro, torpe, sucio y vulgar. El Estado gasta en su sostenimiento lo que sería preferible empleara en escuelas rurales; y todo para que cinco o seis pintores que no pintan, dos o tres escultores malos, algún arquitecto mediocre, sean maestros. El edificio sería más noble consagrarlo a la escuela primaria. Los cuadros interesantes —cinco o seis— estarían mejor en los corredores de los planteles públicos, y las reproducciones de las estatuas clásicas —la Victoria de Samotracia, Venus, etc.— y de las obras del Renacimiento —de Miguel Angel, etc— en los jardines, envueltas en la luz libre, no en la imbécil de las galerías. Las academias no enseñan ni crean nada.

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—Las academias —respondió Xavier Villaurrutia— son siempre “pompiers”, y esto justifica su existencia. La nuestra, como escuela, está bien, ya que la dirigen entre Ramos Martínez y las polainas de Ramos Martínez, y ningún otro es el indicado para ello; absurdo sería, por ejemplo, que Diego María Rivera, espíritu moderno, estuviese ahí.

Como museo, incendiaría la parte moderna mexicana —incluso los cuadros de ayer de Diego María Rivera, los de Montenegro, Zárraga, Herrán, etc— y la europea. La antigua está bastante bien.

Charlábamos del próximo libro de José Gorostiza, tiples, danzarinas. ¿Qué recuerdos avivaron nuestras palabras en el poeta Jaime Torres Bodet? Alguna fotografía, con dedicatoria elocuente, nos lo indicó. El autor de “Canciones” me dijo:

—Debe permitirse el academicismo por las mismas razones que el Estados tolera la prostitución; lo malo es alentarlo. Por esto no incendiaría la Academia de San Carlos. El académico es un negociante, un hombre que se respeta a sí mismo; de ahí que Ramos Martínez y sus discípulos atiendan pedidos de cuadros de flores, por docenas y medias docenas; en cambio, Diego se respeta a sí mismo y, como los grandes artistas, establece esta condición como la fundamental del creador…

Hablábamos de Urbina, González Martínez, Diez-Canedo.

Rafael Vera de Córdoba y Carballo de Portugal me aseguró que él destruiría no las academias, sino los académicos; y, casi diáfano —Kayyam— afirmara que las escuelas de campo fundadas por Ramos Martínez son talleres al aire libre, no academias.

Roberto Montenegro no la incendiaría porque en ella existen uno o dos cuadros bellos; que si, como a las ciudades malditas, se pedían siete justos, a la academia exigieran siete lienzos dignos de la perpetuidad, sería condenada a destrucción.

El señor de las joyas, el serio don Artemio de Valle-Arizpe, al oír mi pregunta se signó devotamente y casi se desmaya. Repuesto, me contestó:

—¿Cómo incendiarla si guarda un Zurbarán maravilloso?

Para Salvador Novo —preocupado por la estética del traje y de la contabilidad— no conviene incendiar la Academia, porque las estatuas son tan humanas que aquello olería muy mal y los cuadros, como son bosques perfectos, quemándolos se contravendrían las disposiciones de la Secretaría de Gobernación.

Repetíame la respuesta de la danzarina Eva Beltri: “la incendiaba siempre que me dejaran para trasladar a casa el retrato de una dama flamenca, visto hace muchos años, y que es lo único hermoso que encontré”.

Como la mañana era nublada, volvíase lenta la frase del poeta Rafael López:

—En nuestro tiempo nada justifica la existencia de las academias, porque ni siquiera son capaces de continuar la tradición recibida; impiden el desarrollo libre del espíritu libre de los jóvenes, por que lo sujetan a normas no renovadas y no les dan el conocimiento de todo lo hecho con anterioridad, que para ello les establecieron. Para crear, son necesarios la inspiración y el conocimiento, que uno completa a la otra, pero en tal forma que sin él es imposible producir obras perdurables, porque quien desconoce el uso de los colores y los pinceles no pintará por más que en su interior imagine lienzos maestros. La academia de la lengua no da brillo y lustre al idioma, por que solo es una farolada, un engaño intelectual; por que no hace una labor seria, sino charlas insustanciales.

Urge un nuevo tipo de escuela de arte, en el que logren reunir lo antiguo y lo moderno, y un presentimiento del futuro.

¿Quiere señalarme siete cuadros que, por perfectos, autoricen el inmenso gasto hecho en las galerías de San Carlos?

—La incendiaría —disertó don Nicolás Rangel después de llevar a otro sitio las dos terceras de las pinturas, respetando las que proceden desde la época de su fundación hasta el siglo XIV, porque lo moderno es malo absoluto. Me siento don Pedro Moya de Contreras, inquisidor mayor, sin que flaquée por un momento mi fanatismo por lo antiguo, ante la idea de un auto de fe con todo lo último, que me parece de un infantilismo chocante, revelador de decadencia. Los nuevos no saben pintar, ni dibujar, ni nada…

Don Nicolás Rangel continuó inclinado sobre los libros virreinales.

El ingeniero Luis L. León, secretario de Agricultura y Fomento, piensa que, mientras no esté en condiciones de construir algo más aceptable, no es bueno destruir la actual Academia de San Carlos. Y el poeta José D. Frías, mientras me conducía entre los secretos de las antesalas ministeriales, opinó:

—No la destruiría; creo preferible nombrar director de ella a Diego María Rivera, para que él, con mejor acuerdo, decidiera si incendiarla o no. Yo suprimiría el Conservatorio Nacional, por las mismas razones que algunos piden el incendio de la Academia: jamás salió de él un músico, un ejecutante, una cantante, un recitador…

El noble señor Don Francisco Romero de Terreros, marqués de San Francisco, aboga por la perdurabilidad de la Academia, porque guarda magníficos cuadros de las escuelas alemana, holandesa, española y de la antigua mexicana, que no fue superada por ninguna en la América colonial.

—Lo moderno representa una época y, malo o bueno, es necesario conservarlo. La biblioteca tiene obras como faltan en los Estados Unidos: es completa, vasta. El edificio , no obstante, las barbaridades hechas con él. es uno de los mejores con que contamos.

Éstas son las opiniones recogidas entre los azares y los apresuramientos de una, de dos horas rápidas.

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