Tapan la vista fumaradas de vapor de la locomotora que ahora se desplazan por el andén. Hay que mirar por debajo de ellas para verlo todo, hay que dejarse cegar durante un instante por la niebla gris hasta que la vista, tras superar esa prueba, se vuelva aguda, penetrante y omnividente.

Veremos entonces las losas del andén, unos cuadrados ribeteados por tallos de endebles plantitas, un espacio que quiere mantener a toda costa el orden y la simetría.

Al poco, aparece en ellas un zapato izquierdo, marrón, de piel, no precisamente nuevo, e inmediatamente se le une el otro, el derecho; este parece incluso más castigado: su punta está un poco gastada, la superficie del cuero deja ver unas pequeñas manchas más claras. Los zapatos permanecen un rato indecisos y, luego, el izquierdo se pone en marcha. Ese movimiento deja entrever por un instante un calcetín negro de algodón por debajo de la pernera del pantalón. El color negro se repite también en los faldones del desabotonado abrigo de paño; es un día cálido. Una mano menuda, pálida, exangüe, sujeta una maleta marrón de cuero; con el peso se le tensan las venas que muestran ahora su origen, en algún lugar profundo de las entrañas de la manga. Por debajo del abrigo aparece fugazmente una chaqueta de franela que no es de la mejor calidad y que además está algo arrugada por el largo viaje. Se ven en ella pequeñas motas claras de una suciedad indefinida, escamas del mundo. El cuello blanco de la camisa, de esos con botones, habrá sido cambiado muy poco tiempo antes porque su blancura es más fresca que la blancura de la propia camisa y contrasta con el tono cetrino de la tez del recién llegado. Los ojos, las cejas y las pestañas le dan al rostro un aspecto enfermizo. Perfilada sobre el fondo intensamente rojo del cielo del atardecer, toda esa figura produce la inquietante sensación de haber llegado a esas melancólicas montañas desde el más allá.

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El viajero, junto a otros recién llegados, se dirige al vestíbulo principal de una estación sorprendentemente grande para esa zona montañosa; se diferencia de ellos en que camina sin prisas, incluso con cierta desgana, y en que nadie le recibe ni ha ido a buscarlo. Deja la maleta en el gastado suelo de baldosas y se enfunda unos guantes forrados. Uno de ellos, el derecho, no tarda en cerrarse sobre la mano y dirigirse hacia la boca para recibir una salva de breves y secos accesos de tos.

El joven se encorva y busca un pañuelo en el bolsillo. Sus dedos palpan brevemente el lugar en que, bajo la tela del abrigo, se esconde el pasaporte. Si nos fijamos en él por un momento, veremos la original caligrafía de un funcionario de Galitzia al rellenar cuidadosamente los campos del documento: Mieczyslaw Wojnicz, católico, estudiante de la Universidad Politécnica de Leópolis, nacido en 1889, ojos azules, estatura mediana, cara ovalada, cabello claro.

Es ese Wojnicz quien atraviesa en esos momentos el vestíbulo principal de la estación de Dittersbach, que se encuentra cerca de Waldenburg, avanza inseguro por la sala alta y sombría en cuyas cornisas superiores probablemente habita el eco, y siente cómo unos ojos lo examinan con atención al otro lado de las taquillas de la sala de espera. Mira la hora en el gran reloj: es tarde, es el último tren desde Breslavia. Duda un instante y después sale frente al edificio de la estación para dejarse envolver inmediatamente por el amplio abrazo de un horizonte montañoso irregular y desgarrado.

Es mediados de septiembre, pero aquí, como el recién llegado constata sorprendido, el verano acabó hace ya tiempo y en el suelo se ven las primeras hojas caídas. Los últimos días debieron de ser lluviosos porque una ligera niebla inunda aún el paisaje casi por completo, haciendo una excepción solo con las oscuras líneas de los arroyos. Wojnicz nota en los pulmones la altura, que conviene a su cuerpo fatigado por la enfermedad. Permanece inmóvil en las escaleras de la estación mirando con desconfianza su calzado con finas suelas de cuero; tendrá que pensar en unas botas de invierno.En Leópolis florecían aún los asteres y las cinias y nadie pensaba ni remotamente en el otoño. Aquí, el horizonte es alto y hace que se acentúe más la oscuridad y los colores parezcan más chillones, casi vulgares. En ese momento a Wojnicz lo invade una sensación familiar de melancolía, habitual en las personas convencidas de su muerte inminente. Siente que el mundo alrededor es un decorado pintado en una pantalla de papel, que podría meter el dedo en ese paisaje monumental y hacer en él un agujero que condujera directamente a la nada. Y que esa nada se desbordaría desde allí como un río y finalmente lo alcanzaría también a él, lo agarraría del cuello. Wojnicz tiene que sacudir la cabeza para desprenderse de esa imagen. La imagen se fragmenta en minúsculas gotas y cae sobre las hojas. Por fortuna, en el camino traquetea en su dirección un vehículo deforme parecido a una calesa. Lo conduce un muchacho delgado y pecoso con una vestimenta extraña. Lleva puesta una especie de cazadora militar de procedencia difícil de determinar —porque no recuerda ni un uniforme prusiano, cosa que en este lugar sería comprensible, ni ningún otro— y también un gorro de cuartel, desenfadadamente ladeado. Sin mediar palabra, se detiene delante de Wojnicz y, balbuceando algo, coge su equipaje.

—¿Cómo está, amigo? —pregunta amablemente Wojnicz en un alemán de colegio, pero en vano espera una respuesta; el otro se cala el gorro hasta los ojos e, impaciente, le señala un asiento en la calesa.

Inmediatamente se ponen en marcha. Primero, a través de la ciudad, por el empedrado, después, por un camino tortuoso que los conduce por la creciente oscuridad entre escarpadas laderas montañosas cubiertas de bosque. Los acompaña el incesante murmullo de un arroyo cercano, y su olor que tanto inquieta a Wojnicz: un olor a monte bajo húmedo, a hojas medio podridas, a piedras siempre mojadas, a agua. Intenta hacerle una pregunta al cochero, algo que le permita establecer contacto, pero el otro no mira ni siquiera hacia atrás y guarda silencio. Un farol de gas colocado a la derecha del muchacho ilumina a medias su cara, que recuerda de perfil el hocico de un roedor de montaña, una marmota, y Wojnicz imagina que el cochero debe de ser sordo o descaradamente maleducado.

Unos tres cuartos de hora más tarde, por fin emergen de las sombras del bosque y se adentran en un valle sorprendentemente llano, una inesperada meseta entre las boscosas montañas. El cielo se va apagando, pero aún se ve ese imponente horizonte alto que parece cortarle la respiración a cualquier persona llegada de las llanuras.

—Görbersdorf —suelta de repente el cochero con una voz de adolescente, inesperadamente aguda.

Pero Wojnicz no ve nada salvo una densa pared de oscuridad que se desprende sin miramientos de las laderas de los montes. Apenas sus ojos se acostumbran a ella, aparece de repente ante ellos un viaducto por el que entran en el pueblo y, al otro lado, la enorme mole de un edificio de ladrillo rojo, y enseguida otras edificaciones más pequeñas, y una calle e incluso dos farolas de gas. El edificio de ladrillo es un coloso, va creciendo ante los ojos, y el movimiento del vehículo saca de la oscuridad hileras de ventanas iluminadas. La luz en ellas es de un amarillo sucio. Wojnicz no puede apartar la vista de ese inesperado panorama triunfal y durante un buen rato se queda mirando hacia atrás hasta verlo hundirse en la oscuridad como un gigantesco barco de vapor.

La calesa gira ahora hacia un estrecho sendero lateral a lo largo del arroyo y cruza un puente en el que las ruedas desatan un ruido similar al sonido de disparos. Finalmente se detiene frente a un edificio de madera, bastante grande, de una arquitectura peculiar que hace pensar en una casa de cerillas por la cantidad de galerías, balcones y terrazas. En las ventanas brilla una luz agradable. Bajo las ventanas del primer piso hay un rótulo precioso de chapa gruesa escrito con tipografía gótica:

Gästehaus für Herren

Wojnicz se baja de la calesa aliviado y llena los pulmones de ese aire nuevo del que se dice que cura los casos más graves. Quizás lo ha hecho demasiado pronto porque le da un ataque de tos tan fuerte que tiene que apoyarse en la barandilla del puente. Entonces, al toser, siente el frío y la desagradable viscosidad de la madera podrida, y la buena impresión del primer momento se desvanece. No puede contener las violentas contracciones del diafragma y lo invade un irrefrenable miedo a ahogarse en cuestión de segundos, a que ese sea el último ataque. Intenta alejar de sí el pánico, tal como le aconsejó el doctor Sokolowski, pensar en un prado lleno de flores, en un sol cálido. Lo intenta con todas sus fuerzas a pesar de que le lloran los ojos y se le inflama la cara. Tiene la sensación de estar a punto de expulsar su propia alma con la tos.

Pero entonces nota un apretón en el hombro y acto seguido un hombre alto, canoso, de buena planta, le tiende la mano. Wojnicz, entre lágrimas, ve su cara rosada y saludable.

—Venga, caballero. Serénese —dice el otro muy seguro y con una sonrisa tan amplia que el recién llegado, exhausto a causa de la tos, tiene ganas de apretarse contra él y dejarse conducir hasta la cama como un niño. Sí, exactamente eso. Un niño. Una cama. Algo desconcertado, le echa los brazos al cuello a aquel hombre y se deja llevar hasta la primera planta por un zaguán que huele a humo de pícea y por una escalera cubierta con una alfombra mullida. Todo aquello parece vagamente emparentado con la lucha libre, un deporte masculino en el que unos cuerpos duros se empujan, se rozan, chocan, pero no para hacerse daño, sino todo lo contrario, para mostrarse cariño y apego con el pretexto de la lucha. Se entrega a unas manos fuertes, deja que lo conduzcan a una habitación en la primera planta, que lo sienten en la cama y que le quiten el abrigo y el jersey.

Wilhelm Opitz —porque es así como se presenta el hombre señalando su pecho con el dedo— lo tapa con una manta de lana y recibe, de unas manos que aparecen por un momento por la puerta entreabierta, un tazón de caldo, caliente y sabroso. Mientras Mieczyslaw lo toma a pequeños sorbos, Wilhelm Opitz levanta un dedo (en ese instante Wojnicz se da cuenta de que ese dedo es una parte esencial de Wilhelm) y dice en un alemán suave y algo gracioso:

—Le escribí al profesor Sokoloswky para que le recomendara una parada en Breslavia. Es un viaje demasiado largo y cansado. Se lo dije.

El agradable calor del caldo se expande por el cuerpo de Wojnicz y el pobre ni siquiera se da cuenta de que se queda dormido. Lo acompañamos un rato más escuchando su respiración tranquila; nos alegra que sus pulmones se hayan calmado.

Ahora llama nuestra atención una estela de luz, fina como el filo de un cuchillo, que irrumpe en la habitación desde el pasillo y se detiene en un orinal de porcelana bajo la cama. Nos atraen las rendijas entre los tablones del suelo y ahí desaparecemos.

A las siete menos cuarto, a Wojnicz lo despertó el sonido de una trompeta, y eso hizo que tardara un buen rato en darse cuenta de dónde estaba. La melodía sonaba muy desafinada, lo cual le pareció divertido y lo puso de buen humor. Le resultaba familiar, pero a la manera propia de las cosas que, de tan simples, son geniales. De esas cosas que han existido y existirán siempre.

A Mieczyslaw Wojnicz lo afligían diversas dolencias que su padre, January Wojnicz, funcionario jubilado y terrateniente, conocía mejor que él mismo. Se ocupaba de esos trastornos con gran pericia, seriedad y tacto, tratando el patrimonio que le fue confiado en forma de hijo con enorme responsabilidad y, claro está, amor, si bien desprovisto de cualquier sentimentalismo y de todos esos «afectos mujeriles» que tanto detestaba.

Uno de aquellos problemas a cuyo desarrollo había contribuido en cierta manera él mismo era el exagerado temor de su hijo a ser vigilado. Así pues, el joven Wojnicz dedicaba mucha atención a la mirada de los otros, a comprobar si esa mirada no lo seguía desde detrás de una esquina, desde un rincón, por la ventana en la que se hubiera descorrido una cortina o por el ojo de la cerradura. La cautela y la suspicacia del padre se transformaron en la obsesión del hijo. Tenía la sensación de que la mirada ajena era algo viscoso y de que se le pegaba como las blandas y asquerosas mandíbulas de una sanguijuela. De ahí que siempre, en todos los cuartos en los que tenía que pasar una noche, examinara atentamente las cortinas de las ventanas, tapara el ojo de la cerradura con una bolita de papel, comprobara los posibles agujeros en las paredes y las rendijas entre los tablones del suelo, mirara incluso detrás de los cuadros. Al fin y al cabo, en las pensiones y en los hoteles el fisgoneo no era algo del todo extraño. Una vez, cuando su padre y él se quedaron en un hotel de Varsovia, en uno de aquellos viajes para consultar a un especialista, el joven Wojnicz descubrió un agujero regular en la pared, torpemente camuflado en el exuberante diseño del papel pintado, y, evidentemente, lo tapó con una bolita de pan. Por la mañana, cuando intentó averiguar quién podría observar a los huéspedes y desde dónde, descubrió que al otro lado de la pared había una escalera de servicio utilizada por el personal del hotel. Conque era cierto. No era una obsesión suya. La gente se espía. Es algo que les encanta, les encanta observar a alguien cuando no es consciente de ello. Juzgar, comparar. Una persona espiada está indefensa, se convierte en una víctima impotente, sin conciencia de ello.

Tras despertar, Wojnicz se puso de inmediato a escribirle un mensaje a su padre para tranquilizarlo. Se trataba de apenas unas simples palabras, pero no le estaba resultando fácil; sentía el brazo entumecido y débil. Por eso, tenía puesta toda su atención en la mano que conducía la punta del lápiz por el papel crema de un bloc de notas encuadernado en piel. Nos fascina ese movimiento, nos gusta. Recuerda las tortuosas líneas y los ornamentos espirales que excavan las lombrices en la tierra y que roen la carcoma en los troncos de los árboles. Wojnicz estaba sentado en la cama, sobre las sábanas, apoyado en dos imponentes almohadas. Tenía ante sí una ingeniosa pieza de mobiliario, algo así como una mesita...

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