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Versión del inglés de Mónica Lavín
—¡Menos de 50 minutos de aviso!
¡Chingado-chinga-
chinga! —refunfuñó Jane mientras bajábamos en el elevador desde el piso catorce.
Yo no tenía respuesta para eso.
Cruzamos el cavernoso lobby de mármol del rascacielos del Rockefeller Center y tomamos la escalera eléctrica que llevaba a la hilera de tiendas en el túnel hacia el metro. El tacón de mi zapato derecho se atoró en una grieta y por poco me lanza de cabeza. Jane no pareció notarlo.
La boutique era fea y pequeña, maniquís de yeso blanco sin expresión bajo la fría iluminación fluorescente. Una vendedora con abundante cabellera pelirroja surgió de detrás del mostrador para atendernos. Los anteojos colgando de una cadena alrededor de su cuello rebotaron en sus pechos de repisa.
—¿Les puedo ayudar en algo? —Se dirigió sólo a Jane. Mi jefa inspiraba esa reacción en la gente. Jane escaneó las tres paredes de prendas beige, blancas y negras.
—Un conjunto. Su talla—. Perforó el aire con la mirada dirigida a mí—. Evento corporativo. Staff de Soporte. —Hablaba en código Morse. La mujer calculó mi talla.
—¿Falda? ¿Vestido? ¿Pantalones?
—Pantalones, negros. Blusa —dijo Jane.
Yo trataba de darme ánimos. Este era mi primer gran evento en la revista, no quería echarlo a perder. Los vendedores de anuncios estarían celebrando su jugosa ganancia. Los ejecutivos más altos, el staff selecto y, salpicados por aquí por allá, los de la lista VIP y los menos famosos rondarían a las modelos. Podría conocer a alguien. Podría ser notada.
La dependienta extrajo un armatoste de ropa de los racks. Jane se inclinó hacia mí, cubriéndose con la mano como si se secreteara conmigo.
—Champaña, trío caribeño, hor d’oeuvres, todos los cacas grandes. Una verdadera pachanga —dijo sorprendiéndome de nuevo con su ecléctico vocabulario—. Las modelos van bien con los invitados. Anuncian a la chica de la portada; ella firma ejemplares de la revista. Honey, habrá tanta testosterona ahí dentro, que va a ser difícil respirar. —Jane resopló. —Sólo estate cerquita de Eve.
La vendedora arrojó una pila de tela a mis brazos.
—Chop, Chop —dijo Jane.
Me puse los pantalones negros más baratos y una blusa blancuzca. La tela sintética era como pergamino sobre mi piel. Salí del vestidor y en un estrecho espejo de cuerpo entero vi que la blusa parecía la pantalla de una lámpara sobre mi torso, y los pantalones anchos transformaban mis piernas en una columna negra.
—Perfecto —gritó Jane.
—¿Lo crees? —dije.
—Corte las etiquetas. Chop Chop.
La vendedora actuaba con la eficiencia de un soldado profesional. Me devolvió mi suéter vestido, doblado en una bolsa de compras, desprendió las etiquetas de la ropa que llevaba puesta y registró la compra. Hubo una pausa incómoda mientras todos esperaban que alguien pagara. Rebusqué mi tarjeta de crédito en la bolsa y la deslicé resignada sobre el mostrador.
De regreso en el piso catorce, reparé temporalmente el tacón con pegamento y cinta con adhesivo por los dos lados; volví al baño para darme una manita de gato y acomodarme el pelo en una fresca cola de caballo.
Me sentía como un actor a punto de subir al escenario sin saber el parlamento, ni siquiera el personaje que le toca representar. Desde que llegué a Nueva York, tuve la sensación que todos los demás sabían qué hacer y que yo sólo estaba fingiendo. La verdad era que no tenía idea de nada y me sentía como un fraude. Quería escribir una novela pero en su lugar estaba escribiendo comunicados de prensa acerca de futbolistas y chicas en traje de baño. Ni siquiera me gustaban los deportes. Todo alrededor mío parecía estarme alejando de mí misma.
—Sonríe —le dije a mi cara en el espejo. Mi gesto resultaba irónico.
Jane atrapó mi brazo cuando salía del baño y me lanzó a través del hall.
—Voy a presentarte con Eve —dijo—. Quédate con ella hasta que sea el momento.
—¿Eso es todo? —dije. Estaba pensando que por esto tuve que gastarme ciento veinte dólares en ropa corriente.
—Eso es todo —dijo Jane. Nos metimos a un elevador atascado, y ella bajó la voz conspirando, con la cabeza doblada tan cerca de mí que casi se recostaba en mi pecho. Olía a cigarros y menta.
—Las supermodelos… son… engañosas, ¿sabes? Acompáñala. Hazla sentir bien. —Sonrió cómo si me demostrara la técnica.
—Bilé —martillé mi diente frontal.
—Gracias. —Jane sacó un klínex de su bolsillo y se talló los incisivos.
En la puerta del espacio para la gala, había una réplica enorme de la portada de Sports World: allí estaba Eve, más grande que la vida, inconcebiblemente joven y sin defectos, una diosa adorada sin ninguna preocupación en el mundo, la cabeza echada para atrás, ojos de pestañas largas entrecerrados frente al sol del Caribe, dientes más blancos que el blanco. Sus grandes senos sujetos por los delgados tirantes de un traje de baño de lentejuelas plateadas, que nadie podría usar en la vida real, y sus pulgares enganchados a esas trabillas que los jalaban hacia fuera como un campesino sexy. El océano turquesa se extendía en el fondo hacia el infinito y sobre su cabeza aparecía el encabezado en rosa mexicano: Isla de la fantasía.
El staff del catering navegaba eficiente alrededor mío, se comunicaban entre ellos con un tono sofocado, disponiendo la cubertería y armando frondas de palmas y aves del paraíso en enormes ánforas blancas y todos vestían en blanco y negro. Ahora entendía: mi nuevo atuendo pretendía hacerme invisible.
Mientras Jane hablaba con Mark yo me hice a un lado. Era un hombre grande que vestía un traje hecho a la medida y una corbata azul royal punteada con diminutas palmeras rosas. Sus pequeñas y blancas manos colgaban como badajos bajo los amplios puños franceses, y sus facciones estaban todas apretujadas en el centro de su desproporcionadamente grande y masuda cara. Se veía como un bebé crecido y enojado.
–Sígueme —ordenó Jane.
El lounge de las mujeres era grande y elegante. Había dos sofás color crema, dos sillas de tocador, una cubierta de mármol rosa, tres lavabos, y dos casetas de baño. Las paredes eran rosadas, como el interior de una concha. En uno de los lados del salón estaba una maleta con ruedas y los racks de ropa, donde un vestido largo, con tirantes y lentejuelas plateadas, colgaba lacio como la muda de una enorme serpiente.
No la vi al principio. Enrollada en uno de los sofás, abrazaba sus largas y bronceadas piernas apretadas contra su pecho, haciéndose lo más pequeña posible.
—Eve, honey, esta es Holly —gritó Jane—. Se va a quedar contigo hasta que estés lista para salir. Si necesitas cualquier cosa, pregúntale a Holly. ¿Okay?
Eve mostró una sonrisa tímida, primero hacia Jane, luego a mí, y luego otra vez a Jane. Colocó un rizo de pelo ambarino detrás de una oreja pequeña.
—...key —susurró.
Era bonita, pero no extraordinaria. Yo tenía amigas más impresionantes en persona. A lo mejor era la forma en que se arrinconaba, como si necesitara una comida caliente o un abrazo.
—Showtime en 20 minutos —Jane señaló su descomunal swatch rojo. Quería que Eve se ocupara y empezara a verse como una súper modelo—. Chop, Chop. —Me dirigió una mirada amenazante y salió.
Me senté en una silla plegable al lado del par de sandalias plateadas. Los pies de Eve eran grandes, como de un atleta y las uñas de sus pies eran brillantes y rosa pétalo. Soltó la cabeza sobre sus rodillas como si intentara no desmayarse. Conforme el silencio se prolongaba, me preocupé y aclaré mi garganta.
—¿Hay… algo que pueda hacer? —Nada más salieron las palabras de mi boca me di cuenta que era una pregunta ambigua.
Eve alzó la cara y sonrió con fatiga.
—No, me toma dos segundos estar lista. —Y luego hablando hacia sus rodillas, dijo— Odio estas cosas.
—Estoy segura —le dije como si nada. Pero estaba impactada. Me figuraba que Eve recibiría mucho más por ser el rostro de la portada de un ejemplar de la revista de lo que yo ganaría en los siguientes diez años. No, quince. Qué no daría yo para ser famosa, rica y admirada. Sus grandes ojos cafés se suavizaron:
—Ay Diosito, lo siento, soy tan grosera.
Se desovilló y empezó a pasear por el cuarto. De pie, se veía más alta que la Eve del cartel. Llevaba una tanga blanca y una camiseta corta color hueso, que mostraba sus pezones oscuros. Era dorada por todas partes, como en la portada, pero en persona su cabeza se veía demasiado pequeña en aquel cuerpo extraordinario, como la luz en lo alto de un faro. No sabía dónde colocar la vista, Así que bajé los ojos hacia mis descuidadas uñas y la tela barata de mis pantalones negros nuevos, que ya se estaban llenando de pelusa.
Eve encaró el largo tocador rosa. Había una caja de maquillaje, un juego de cepillos redondos y una secadora de pelo. Se dobló y furiosamente cepilló su largo cabello color miel hacia abajo, tomó el bote grande de Aqua Net y roció una amenazante nube de spray por toda la cabeza, después aventó el pelo hacia atrás. Tenía un brillo y una abundancia imposible, que resplandecía como una constelación de luces rubias. Eve se acercó al espejo inspeccionando una mancha inexistente en su cara. Después dio un paso atrás y se miró. La invadió una ola de descontento.
—¿Puedo ayudar? —dije.
Lo siguiente fue verla corriendo hacia uno de los baños. Sus rodillas se vencieron hacia el piso seguidas de violentas arcadas. Jadeó y después su respiración se alentó. Había silencio excepto por el creciente rugido de las voces afuera de la puerta.
—¿Agua? —intenté la pregunta. Para entonces estaba a punto de la histeria mientras los minutos escurrían como las últimas gotas de mi sangre.
—Por favor —susurró. Aclaró su garganta y escupió.
Tomé una de las botellas de plástico del tocador y me acuclillé en el piso para pasársela por el hueco bajo la división de los baños. La botella fue levantada de mi mano. Escuché el chasquido de la tapa desprendiéndose. Se enjuagó, escupió, tragó, y jaló el escusado.
Cuando Eve emergió, se puso a trabajar como si nada hubiera pasado. Retorné a mi silla mientras ella se quitaba la camiseta y quedaba casi desnuda. Era ágil, magnífica, demasiado para absorberlo. La vi ponerse las pilas. Se cepilló los dientes duro y rápido, aplicó un brasier adhesivo a sus senos que desafiaban la gravedad, volvió a hacer la rutina del pelo y, como experta, se aplicó el maquillaje. Su piel dorada se volvió más dorada, sus labios delineados más delineados, sus grandes y suaves ojos cafés más suaves y más cafés, su perfección más perfecta. La mujer del espejo ahora estaba a cargo. Gobernaba sobre la carne y sangre de Eve, la manipulaba como una marioneta, y murmuraba unas cuantas palabras a su doble que no pude escuchar.
Eve desprendió el vestido plateado del gancho y entró en él, dándole forma y vida.
—¿Podrías…? —dijo con su espalda frente a mí.
Me levanté de un salto para ayudarla con el zipper que empezaba donde la curva de su columna florecía en un trasero contorneado. Puse mi mano en el metal frío y comprobé la costosa calidad de la prenda, en apariencia líquida pero tan pesada como armadura de malla. El cuerpo de Eve irradiaba calor desde la espalda abierta mientras yo subía el zipper suavemente, sellando su interior de la frialdad de la tela. Mi parte estaba completa. Reculé y ella se recargó en el tocador para deslizarse dentro de sus zapatos plateados.
—Son bonitos —dije.
—Solamente puedo usar tacones de tres pulgadas, si no resulto más alta que cualquier hombre en el salón. Ellos odian eso.
No podía comprenderlo, este asunto de ser una diosa y tener que disminuirte para tipos con caras de bebés enojados y manos pequeñas. Quería decirle que ella debería usar cualquier tamaño de tacón que quisiera y que yo deseaba poder usar zapatillas en el trabajo en lugar de estos estúpidas y feos zapatos negros de tacón bajo y tosco de Payless, que probablemente tendré que tirar ahora mismo. Quería decirle que odiaba esta horrible ropa que me había hecho comprar Jane, mi trabajo, esta compañía, y la sensación de tener una vida sin forma ni dirección, como alguna clase de paramecio rebotando contra las paredes. Había tanto que quería yo decir, y sabía que no tenía caso.
La puerta se abrió. “¡Dos minutos!”, gritó alguien, no Jane.
Eve se retiró del lavabo y ajusto los tirantes de su vestido. La diosa en el espejo la escaneó de pies a cabeza buscando fallas, su mirada gélida no omitió detalle. Practicó una sonrisa que no era para mí.
—¿Estás bien ahora? —pregunté.
La diosa lanzó una mirada de disgusto.
—Desde luego que lo estoy —brincó. Eve volteó hacia mí—. Sí estoy bien. Es sólo que… Es toda esa gente, ¿sabes? Siempre tengo miedo de que vean que no soy tan bonita como ellos creen que soy.
Me dolió el pecho.
—Te ves espectacular —dije con vehemencia. Afuera la banda empezó a tocar, y el saxofón con largas notas ensalivadas convocó a Eve. Era hora…
Eve respiró profundo y se irguió para ponerse todavía más derecha. Echó los hombros hacia atrás, levantó la barbilla, y elevó las comisuras de su boca.
—¡Sonríe! —dijo.
Y, como una ola de plata, surgió fuera del mar.