El es el punto donde converge una parte fundamental de la historia mexicana . Por sus calles, los crímenes y el arte se dan la mano, y su arquitectura parece recordarles a los peatones que han testificado cientos de hechos increíbles.

Francisca, la embrujada

En 1554 dicen que vivió una mujer de clase alta conocida como doña Felipa Palomares , en lo que hoy es el número 7 de la calle Venustiano Carranza . Domingo, el hijo único de doña Felipa, se encargaba de su cuidado hasta que el amor se le atravesó.

La mujer en cuestión se llamó Francisca. Y, cuenta la leyenda, Domingo se sintió enamorado de inmediato e intentó acercarse a toda costa a ella. La vio por primera vez al salir de la iglesia. Pero el romance molestó profundamente a doña Felipa porque Francisca no pertenecía a la clase alta.

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Pese a que la madre se opuso, el tiempo pasó y la pareja decidió consolidar su amor ante la sociedad contrayendo nupcias. Doña Felipa no estaba dispuesta a permitir que su hijo "manchara" su apellido y decidió consultar a una hechicera, experta en técnicas prehispánicas. El resultado fue una almohada, una especie de antiamuleto hecho con las plumas y entrañas de siete patos, que la madre le regaló a la pareja el día de la boda.

La magia tuvo consecuencias. Medio año después, Francisca murió sin que los doctores pudieran comprender qué mal la afligía y, mucho menos, cuál era el camino para salvarla.

Aquí empieza la leyenda: el fantasma de la joven se le apareció a Domingo para revelarle cuál fue la causa de su muerte. Dicen que, desde entonces, Francisca sigue siendo un alma errante que no abandona la casa.

La mujer herrada

Hoy es el número 100 de República del Perú , pero en la década de 1670 era el número 3 de la calle Puerta Falsa de Santo Domingo. Se cuenta que la casa la habitó un sacerdote, cuyo nombre hoy quedó en el olvido, en compañía de una mujer con la que formalizó una unión ilegítima.

En las inmediaciones de la casa, sobre la calle Rejas de Balbanera, vivió también un amigo del sacerdote, un herrador al que cierta vez lo despertó una visita nocturna. Frente a su puerta, dos mulatos que llevaban una bestia de carga le pidieron, de parte del sacerdote, que le colocara herraduras al animal porque sería utilizado para viajar a primera hora a la Basílica de Guadalupe.

El hombre no tuvo más remedio que hacer su trabajo. A la mañana siguiente se dirigió a la casa del sacerdote para preguntarle cuál era la urgencia que lo llevó a pedirle que herrara una bestia a altas horas de la noche. Pero el sacerdote, recién despierto, le aclaró que él en ningún momento le pidió a dos mulatos que se dirigieran a su casa.

El terror llegó cuando buscó a la mujer con la que vivió en pecado ante los ojos de la Iglesia. La encontró muerta, con las plantas de los pies y de las manos clavadas, cada una, en su respectiva herradura. El sacerdote supo, entonces, que el herrador no vio a dos mulatos ni una bestia de carga, sino al demonio con su particular forma de aplicar justicia contra quien en vida fuera su pareja. Esta leyenda la describió Luis González Obregón en su libro Las calles de México.

La quemada

Fue en la calle quinta de Jesús María , que en el siglo XVI terminó siendo conocida como la calle de La Quemada. El año exacto: 1550. Los personajes: Beatriz de Espinosa , muchacha de 20 años a quien todos conocían por su belleza insuperable, y un hombre de ascendencia italiana, Martín de Scúpoli, Marqués de Pinamonte y Franteschelo, quien habría sido la envidia de los poetas románticos debido a su temperamento: duelos, peleas y pasiones exaltadas eran el sello de su personalidad.

La pareja se conoció en una fiesta y pronto empezó una relación. Pero, para el Marqués, nadie era digno de desear o pretender acercarse a la mujer que amó. Cada hombre que reconoció la belleza de la joven o intentó pretenderla, terminó muerto por la espada de Scúpoli.

Mientras tanto, Beatriz sintió que las inseguridades y las dudas invadían su relación. La culpa de que su belleza fuera la causante de un puñado de asesinatos no la dejaba dormir. Cierta tarde, la joven decidió ponerle punto final a todo el asunto y se quemó el rostro con un brasero ardiente.

Sin embargo, el marqués no dejó de estar enamorado de ella. La pareja prosperó y fue feliz, aunque la vida de Beatriz no tuvo punto de retorno: la joven escondió su rostro por siempre detrás de un velo negro.

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Una machincuepa

No todas las leyendas deben ser terroríficas. Una historia graciosa marcó la calle de La Machincuepa , hoy mejor conocida como La Soledad , cerca de la plancha del Zócalo.

En 1714 vivió Mendo de Quiroga y Suárez, un español adinerado y cascarrabias al que la muerte le seguía los pasos, bajo amenaza con la enfermedad de los viejos marineros: la gota.

Para completar el círculo de la mala suerte, su hermano murió y le encomendó a don Mendo cuidar de su única hija: Paz de Quiroga. Decisión que los llevó a ambos —al viejo y a la sobrina— a tener una de las peores relaciones de sus vidas. Desde su rincón, Mendo se preguntaba qué hizo tan mal para soportar a la joven, mientras que ella soñaba con el día en que al viejo lo alcanzara la muerte. Fecha que llegó más rápido que tarde.

Pese al rechazo hacia su sobrina, Mendo sabía que la única persona a la que podía heredar todos sus bienes era Paz. El viejo aceptó que el destino era éste, pero no quiso que las cosas fueran tan fáciles. Así que aplicó una cláusula muy particular al testamento.

Para que Paz pudiera disponer de los bienes, tenía que cruzar las calles de Plateros y San Francisco hasta llegar, en punto del mediodía, a la plancha del Zócalo, donde se encontraría con una tarima colocada para cumplir la última voluntad del viejo.

Parada sobre la madera, ella anunciaría su próximo acto a los curiosos que pasaban por la zona e inmediatamente tendría que dar una machincuepa o, en otras palabras, una vuelta similar a la de los osos panda. El destino de Paz fue hacer el ridículo en público porque, según los papeles, de lo contrario los bienes serían donados a causas altruistas.

Tras la machincuepa, Paz intentó contener la humillación entre los aplausos: el castigo ideal para un carácter mezquino.

La planchada

Entre todas las leyendas mencionadas, quizá ésta sea la más conocida. De sus muchas versiones, la más aceptada trata sobre Eulalia. Una enfermera que, a principios del siglo XX, trabajó en el Hospital Juárez, en Jesús María y Fray Servando .

Eulalia era rubia, atractiva, y el amor fue el principio de su desgracia: le entregó su corazón a Joaquín, joven doctor de quien fue novia y que la abandonó para casarse con otra mujer. Dice la leyenda que todo sucedió en circunstancias poco claras; que otros compañeros le informaron lo sucedido cuando dejó de tener noticias de su amante; que el abandono la transformó y nunca volvió a ser la mujer benévola y servicial del pasado.

También dice la leyenda, entre esta madeja de versiones, que ella empezó a maltratar a los internos. Incluso hay historias en las que se le atribuyen las muertes de varios enfermos a causa de su negligencia. Con el corazón roto y transformada en una persona completamente diferente, Eulalia decidió suicidarse. Aunque se cuenta, a la par, que no fue así y que murió ya vieja, enferma e incapaz de reparar los daños cometidos.

Se cuenta hoy que el fantasma de Eulalia no abandona ciertos hospitales y que si un interno tiene la fortuna de verla, su salud se restablece. O, caso contrario, éste muere después de haber sido elegido por La Planchada, quien entra a la habitación e inyecta al enfermo: ésa es la señal. La forma de reconocerla es que su vestido blanco está impecablemente liso.

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