Sucedió en Venecia. La ciudad de los palacios renacentistas y los canales. La ciudad que se recorría en góndolas y lanchas de motor de bajas y silenciosas revoluciones. Una ciudad cuya principal forma de sustento era el turismo.

Visitantes de los cuatro rumbos del planeta cruzaban océanos y continentes para ver con sus propios ojos la Venecia que ya cantaban los poetas del Renacimiento y cuyos días de “agua alta”, como los venecianos nombraban a la invasión ocasional y repentina del agua sobre las calles internas de la ciudad, lejos de disuadirlos de visitarla, se había vuelto una nueva atracción.

Había algo hermoso y triste y decadente en caminar en botas de plástico rojo, las que los hoteles ponían a disposición de los turistas, por la Plaza inundada de San Marcos, sabiendo que en un porvenir ya imaginable y no tan lejano, su catedral y los pabellones de sus palacios ya no existirían bajo el alto cielo azul y las repentinas parvadas de pericos verdes que solían cruzarla, sino bajo el mar, y recorrida por peces de colores.

Y sucedió que el doctor Cipriani, habiéndose graduado en ingeniería hidráulica en la Universidad de California, en Berkeley, volvió a Venecia, su ciudad natal, y notó que el agua se desbordaba sobre las calles de la ciudad en un promedio de 12 días de cada mes. Es decir, cuatro veces más a menudo que cuando él era niño.

En el aula magna de la Universidad de Venecia, Cipriani dio una conferencia. Con el agua cubriendo hasta los tobillos de sus botas rojas, los profesores escucharon al joven ingeniero estimar las causas del aumento del agua alta. La primera causa era consabida por todos: el cambio climático provocaba vientos más recios que hacía 30 años, y esos vientos empujaban las aguas del Mar Mediterráneo más a menudo y en mayor volumen dentro de la ciudad. Pero Cipriani habló de otra causa del agua alta, y ésta era humana y local: los gobernantes habían sido omisos en ponerle remedio.

—En el año 2000 el doctor Samuel Goldman entregó un estudio al alcalde de Venecia sobre una forma de impedir las inundaciones— afirmó Cipriani.

Se trataba de un sistema hidráulico subterráneo, que podría succionar el agua alta y devolverla por ductos al centro del mar. Un estudio por cierto inspirado en los pericos verdes asiduos a la ciudad: el doctor Goldman, en una de sus visitas, había observado cómo las aves, después de una lluvia, remediaban la humedad de sus nidos, instalados en el vértice de dos ramas: se prendían del nido desde afuera y succionaban la humedad.

—Que el estudio estuvo en el escritorio de los sucesivos alcaldes desde el año 2000, puedo probarlo— afirmó Cipriani, sin ocultar su indignación.

El arquitecto Samuel Goldman, director de su tesis, le había contado cómo él personalmente había llevado hasta ese venerable escritorio de la alcaldía su proyecto para la salvación de Venecia, y no una vez, sino en ocho ocasiones.

Los profesores se pusieron en pie, el agua hasta las corvas, para aplaudirle a Cipriani. Al día siguiente los dos periódicos locales reprodujeron en primera plana la fotografía del ingeniero y el texto de su conferencia, y el noticiario de la mañana del canal Venecia Vive difundió fragmentos de la misma, intercortados con imágenes de los pericos verdes colgados del exterior de los nidos, succionando la humedad.

En 24 horas Cipriani se volvió el hijo pródigo de Venecia: había vuelto para salvarla del trágico destino de volverse una ciudad sumergida, y esa mañana Cipriani caminó por los callejones inundados con medio metro de agua recibiendo saludos desde las puertas de los cafés y los pequeños hoteles de lujo, desde las ventanas de los segundos y los terceros pisos, desde los tejados rojos y los campanarios de las iglesias.

—¡Salve oh Salvatore! —lo aclamaban—. ¡Salve Cipriani! ¡Cipriani para alcalde! ¡Hurra, hurra, hurra, Cipriani y los pericos verdes!

Todo cambió repentinamente por la tarde. El alcalde de Venecia se apersonó en la oficina de la universidad del joven profesor. Sentados ambos con el agua hasta las rodillas, le pidió que se retractara de sus dichos.

—No puedo —contestó Cipriani. —Usted sabe que desde el año 2000 existe una solución.

—Demasiado onerosa —replicó el alcalde. —Tendríamos que vaciar el erario y endeudarnos por una década. Amén de cerrar Venecia al turismo.

—Pero la salvaríamos, señor alcalde.

—Ese optimismo irresponsable es lo que más deploro— se indignó el político. —Hasta ayer Venecia estaba condenada a desaparecer bajo el agua por motivos incontrolables para los venecianos. Desde que usted habló, resulta que los culpables de su hundimiento somos los alcaldes de Venecia, y que los venecianos son unos idiotas que prosiguen su vida sin exigirnos medidas radicales.

—Y eso es exacto lo que ha pasado —insistió el joven profesor. —Teniendo un remedio, no lo han aplicado. El hermoso patetismo veneciano está fundado en la desidia.

—Le exijo, profesor, que se retracte —alzó la voz el alcalde. —A cambio, le ofrezco montar una comisión para el estudio del hundimiento de Venecia y nombrarlo a usted como su presidente.

—El estudio —dijo Cipriani despacio— ya existe, desde el año 2000. Sea valiente. Aplíquelo.

—Yo no seré quien paralice a Venecia un mes entero —dijo el alcalde poniéndose en pie con el agua hasta las rodillas. —Yo no seré el que mande destruir los asfaltos de sus calles, para incrustarles al fondo unos ductos de acero. No, no seré el que detenga el turismo durante 30 días y sus noches y provoque un cataclismo económico, para probar un remedio que no tenemos la certeza de que funcione.

Esa tarde el alcalde visitó los dos periódicos y el canal de televisión locales. A la mañana siguiente los medios publicaron en primera plana sus retracciones a las noticias del día anterior. Cipriani mentía: el tal estudio sobre el hundimiento de Venecia era inexistente; Cipriani adhería a la marca Venecia y a los venecianos el adjetivo de idiotas; Cipriani no solo era homosexual, era afecto a jovencitos morenos, que desvirgaba a pleno sol en una playa recóndita; y la peor acusación: Cipriani no se tocaba el corazón al exigir que el turismo no visitara a la hermosa Venecia ¡durante un mes completo!

—Digamos NO a las ocurrencias de un ingeniero perverso, enviado a Venecia por el Imperio Yanqui –declaró el intelectual más conspicuo de la ciudad en las pantallas de televisión.

Esa mañana, la Plaza de San Marcos había amanecido convertida en una piscina de agua verde, de un metro de profundidad. Caminando trabajosamente con el agua hasta la cintura, Cipriani la cruzó rumbo a su café predilecto, el Café Florián. Al reconocerlo, los lugareños le volvían el rostro, en el café el capitán de meseros le negó el acceso al segundo piso, donde se podía tomar café, y cuando cruzaba de nuevo la plaza para buscar una lancha que lo llevara a la universidad, un adolescente moreno lo encaró y le dijo “Vete, traidor de mierda, el idiota eres tú”, fue caminando en el agua a su vera y cuando Cipriani dio vuelta en una esquina, el adolescente sacó de su chamarra un cuchillo de cocina y en el momento preciso en que una parvada de pericos verdes se desbandó por el cielo, le cortó la garganta. Desde un balcón, una turista pelirroja vio al joven ingeniero primero abrazar con fuerza al asesino de la chamarra negra y luego dejarse caer y sumergirse en el agua, manchándola de rojo.

Esta es la triste y hermosa y verdadera historia de cómo Venecia pudo haberse salvado de haber resistido 30 días sin turistas. Una historia que los guías narran a los esporádicos visitantes, cuando en las cubiertas de los yates, ya vestidos de buzos, se disponen a visitarla. Escuchan la historia, las cabezas bajas, luego se colocan el visor sobre los ojos y la boquilla de oxígeno en la boca, luego se van dejando caer uno tras otro en el mar azul turquesa, y 20 metros abajo, aletean a la par de los peces rojos, amarillos y verdes por los callejones de la serenísima Venecia sumergida, para llegar a la Plaza de San Marcos, donde se admiran ante el colosal pulpo blanco, cuyos brazos se extienden por varias cuadras de los callejones.

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