Cuando Justine Sacco aterrizó en Sudáfrica y encendió su celular, el aparato zumbó en su mano varios minutos, la cantidad de descargas era épica. Abrió el whatsapp y encontró mensajes de amigos cercanos y de conocidos que no había visto en décadas. Cada uno le expresaba sus condolencias.

Sucedía que durante las largas 11 horas de su viaje transoceánico, de Londres a Cape Town, mientras dormía plácidamente suspendida en el aire, a ras de tierra se había convertido en la persona más odiada del mundo: era el trending topic número uno a escala planetaria en Tuiter, debido a un tuit que había enviado antes de abordar el avión.

“Yéndome a África. Espero no contraer SIDA. Solo bromeando. ¡Soy blanca!”

Hasta aquí la historia de Justine Sacco es muy conocida. Cuenta con alrededor de 128 mil entradas en Google y siempre se narra con los mismos ocho o diez datos duros imprescindibles, que incluyen la mención de los tuits de los influencers que fueron convirtiéndola en la víctima sacrificial de aquel 20 de diciembre del año 2013. Lo que a continuación le ocurrió a Justine Sacco ha sido también documentado, pero ha sido menos atendido: la sangre virtual se había secado ya. Y sin embargo, en este 2019 a mí me parece igual de interesante.

En el taxi, Justine cerró su cuenta de Tuiter y también sus cuentas de Facebook e Instagram. No replicó al linchamiento masivo, se sintió incapaz de defenderse ante la horda enardecida. En el hotel donde tenía una reserva, le negaron el hospedaje. Lo mismo ocurrió en el siguiente hotel que visitó. Los empleados de los hoteles de Cape Town habían anunciado que se irían a huelga si era hospedada, además que nadie podía garantizar que otro huésped no entrara en la madrugada a su habitación para atacarla.

Probablemente Justine se refugió en casa de su familia. Su familia era parte del movimiento de reconciliación entre los blancos y los negros sudafricanos, como por cierto ella misma era, y uno puede adivinar que no fue una estancia cómoda.

Al volver a Nueva York, donde residía, fue citada por su jefe en la compañía en que trabajaba, el InterActiveCorp Group, para que recogiera los objetos personales de su escritorio. Horas antes, Justine concedió una larga entrevista al New York Times donde intentó justificar su tuit ante el reportero Jon Ronson. Fue una ironía, dijo, “una burla a mi propio privilegio de mujer blanca y rubia”.

De nada sirvió la disculpa publicada en el periódico de mayor prestigio de Occidente: su nombre seguía suscitando la ira de sus conocidos y de quienes, recién al conocerla, recordaban su infame tuit. Sin trabajo y sin amigos, sin posibilidad de rehacer su vida en el hemisferio Occidental, se fue al corazón de África, y en Addis Abeba se ofreció como voluntaria para ocuparse de las relaciones públicas de una organización civil que intentaba disminuir el índice de fallecimientos en las mujeres pobres con embarazos difíciles.

Fue en ese trabajo sacrificado, instalado en la raya entre el horror de la muerte y el milagro de la vida, que Justine parece haber repensado lo que le había ocurrido. Probablemente primero reconoció su culpa, el tuit bromeaba con algo tremendo, el SIDA, y sí, lo había tecleado ella --y sobria. Pero al cabo de las semanas es probable que haya distinguido algo más. Quiero imaginármela caminando bajo el sol blanco de África, en una camiseta y pantalones cortos ensopados de sudor, mirando al frente una calle plateada por el sol, en el momento en que se le ocurre esta evidencia: su tuit no era sino un tuit, carajo, 63 letras, y el castigo que había recibido por escribirlo era bajo cualquier punto de vista desproporcionado.

Tuiter tiene grandes utilidades, es un medio de información no controlado, una red para acceder a sitios interesantes, un lugar para el debate público, pero sobre todo se ha ido convirtiendo en una plaza virtual donde periódicamente cada día una horda protegida por sí misma y embriagada por su propia indignación apedrea a algún mortal indefenso, culpable o inocente de esto o de lo otro. La versión virtual del ataque de una muchedumbre de talibanes a un acusado de haber bebido una copa de vino.

Justine había prometido al reportero del NYT una siguiente entrevista, para contarle de cómo había logrado sobrevivir, pero según reportó Jon Ronson, el encuentro no ocurrió, a su regreso a Nueva York, Justine Sacco canceló la cita. No conocemos sus razones, pero aventuro ésta: había perdido el interés de justificarse ante sus torturadores, esos vándalos.

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