La corrupción es el abuso con el que se faculta la promoción personal para decidir el uso de recursos que esperan destinarse a situaciones concretas. Desde este alcance de merecimiento personal se activa el que supongamos tener el consenso general para encubrir proyectos que en el papel acreditan su cumplimiento pero que ya se perfilan para ser la frustración a los compromisos compartidos. La conciencia colectiva basada en el hecho social de que no debe alentarse el desarrollo entre quienes no lo pueden percibir, genera una “meritocracia” (sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales) en donde pocos se benefician y a los demás se les otorga una pizca de oportunidad temporal limitada, que se esfuma en una réplica etérea que amenaza a las mayorías.

Pero la corrupción habla de una conciencia colectiva incapaz de responsabilizarse de lo que como nación se discute en las repúblicas: permitir la expresión, insertarle el chip de la fiscalización al servicio público, ensayar actos consecuentes al ensanchamiento de la imagen pública, fortalecer el papel del ciudadano y blindarle de incentivos constitucionales tendientes a desarrollarlo en su oficio para que las leyes sean una afirmación positiva al consultarle al gobierno el interés personal y éste le brinde el beneficio del “control difuso” de su ejercicio público (favorecer en todo momento al ciudadano, ofrecer el mejor instrumento de consulta, enmendar situaciones que un formulario puede exigir, evitar la inescrupulosidad en su alcance programático, evitar persecuciones legales que se pueden resolver con decoro, investigar antes que acusar, fomentar en sedes alternas a su función pública como escuelas, sindicatos, hospitales, que se resuelva cualquier incidente con la celeridad que garantice la intervención esmerada de las partes en conflicto, etcétera).

En la agenda electoral presidencial de México, los índices de popularidad son instrumentos útiles de participación ciudadana, pero si se tergiversa su uso ético, puede ocasionar que los egos más disparatados se concentren en el desprestigio del contrincante y eso genera corrupción, pues ya no responde a los usos éticos de una República. Los ánimos se caldean con celeridad y ante el escrutinio público un agente de cambio social en lo electoral puede devenir en odisea imprecisa de afirmaciones burdas que sostienen a un candidato fuerte, pero que no inspira la construcción de una república sana, abarcativa, diversa, orgullo de una nación concluyente e incluyente. Estamos frente a una “república decorativa”, cuando uno se encuentra con situaciones como la pasada entrevista del 11 de abril a los candidatos al gobierno de la Ciudad de México en el noticiero Despierta con Loret, en el momento en el que Claudia Sheinbaum le recuerda a Alejandra Barrales el segundo lugar que mantiene a esta última como preferente en las encuestas, luego de que Barrales dejara en claro a Mikel Arriola el último lugar que mantiene el ahora candidato del PRI en los índices de popularidad.

Se ha superado ya el dilema de que las leyes se quedaban en el umbral del hogar. Ahora responden a una cultura de la sostenibilidad de todos sus integrantes: infancia, juventud, adultos mayores, mujeres, sector LGTTTBI, indígenas, migrantes, discapacitados. Una gama de opiniones exige respuestas a nuevos planteamientos contemporáneos. La sociedad política es el reflejo de sus habitantes. Si la sociedad civil se desgasta en méritos personales, la sociedad política recibe ese consejo que promueve la disparidad social y las distancias se acrecientan entre sectores sociales. Hace dos décadas se consultó mi opinión sobre el hecho de que se requería de diputados con carrera profesional terminada, mi respuesta fue decidida, de ser exigentes ante esa propuesta eliminaríamos de tajo el “principio de representatividad”.

México, no obstante contar con políticos influyentes y benefactores de la República, ha dado por sorpresa otra imagen de su clase privilegiada: políticos de hace dos décadas se titulaban a puerta cerrada después de muchos años de dejar esa tramitología universitaria pendiente, para dar la apariencia de que se sostenían con perfil educativo adecuado a sus afanes de gobierno. De esa hornada, alguno que yo recuerde (Porfirio Muñoz Ledo que hasta junio de 2000 no se había titulado), ha tenido un peso considerable en la política culta sin que necesitara de estudios. Los estudios en papel han sido determinantes para demostrar competencias, aptitudes, pero los cargos de elección popular no lo exigen, pues pesa más el sentido práctico del deber cumplido en la república y no la validez de una operación matemática o financiera que bien puede resolver el consultor profesional adosado a ese cargo electivo. Casos engorrosos de “titulaciones de pregado y grado”, de manera exprés, fue el de aquel funcionario despojado de la titularidad de la SEP en enero de 1995 por ostentarse con grado de doctor cuando aún no lo obtenía (Fausto Alzati lo obtiene en 1997) y el otro que nos recuerda al que gobernó cuando apenas si cumplió con las expectativas esenciales de un gobierno del cambio (Vicente Fox lo obtiene en marzo de 1999).

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