Donald Trump ganó la presidencia de Estados Unidos gracias a una siniestra estrategia de polarización radical. La puso en práctica desde el proceso de elecciones primarias del partido republicano, durante el que acosó sistemáticamente a los otros contendientes hasta reducirlos al balbuceo rompiendo todas las reglas de civilidad: endilgó apodos, calumnió a diestra y siniestra a quien quiso, incluidos familiares de sus rivales, agredió periodistas. Fue una muestra del más perverso y (tristemente) efectivo bullying.

Luego repitió la dosis durante la campaña contra Hillary Clinton, a la que también calumnió, amenazó con enviar a la cárcel y sometió a la constante agresión de una parte de sus simpatizantes, que coreaban el inédito “¡Enciérrenla!” durante los mítines de campaña trumpistas. Al final, el mensaje de campaña de Trump hizo mella en un sector del electorado particularmente receptivo a la indignación cultural y la polarización racial. Desde entonces, Trump, más interesado en la competencia electoral que en el ejercicio del gobierno, ha agudizado la toxicidad de su mensaje y ha terminado por descubrir más el potencial político de la polarización. Trump le habla a su base y solo a su base porque sabe que, en las condiciones actuales, podría bastarle para ganar la reelección.

En las últimas semanas ha comenzado a ensayar estrategias que pondrán a prueba la templanza del Partido Demócrata. Trump podrá ser un novato en el hilado fino de la política pública y un troglodita en la arena diplomática, pero es ocioso negarle esa astucia maquiavélica que lo llevó a un triunfo histórico hace casi tres años. Un ejemplo perfecto es su habilidad para establecer la percepción pública de sus rivales. De ahí la lluvia de apodos que acostumbra, ninguno de los cuales es obra de la casualidad. A Bernie Sanders, por ejemplo, le llama “el loco Bernie”, sabiendo que, si Sanders es el candidato demócrata, lo acusará de querer llevar a Estados Unidos por el “loco” camino del socialismo. A Joe Biden, su rival más probable en noviembre próximo, le dice “Joe el Dormilón”, tratando de aprovechar que Biden (que por lo demás está en mucho mejor forma física que Trump) es dos años mayor que él.

Pero el mejor ejemplo de la capacidad trumpista para, digamos, escoger y definir a su rival está en lo que ha hecho en las últimas semanas con un grupo de cuatro congresistas demócratas que se hacen llamar “the squad” (la banda). Trump, el bully supremo, ha pasado semanas atacando sin clemencia a las cuatro mujeres —jóvenes, muy progresistas, todas de color— porque sabe que, por más repugnante que el ataque resulte para una mayoría de estadounidenses, hay un porcentaje que mira el ascenso de esa generación de políticos demócratas como una amenaza no solo política e ideológica sino, de nuevo, racial y cultural.  Trump intuye (quizá correctamente, por desgracia) que las cuatro congresistas pueden ser el catalizador perfecto del voto racista en algunas zonas cruciales del país que requerirá el año que viene, y por eso quiere convertirlas en el rostro del Partido Demócrata. Sabe que la pelea que le conviene en noviembre es entre dos extremos. Importa poco si las cuatro congresistas en cuestión son en realidad radicales (en gran medida no lo son). Lo que importa es cómo responderá la base trumpista a la creciente relevancia de esa generación (otra vez: joven, de color, progresista) en la arena política.

Eso explica también el racismo cada vez más evidente y abierto en el discurso de Trump. Su disputa con las mujeres de “la banda” ha estado acompañada de una serie de mensajes de un prejuicio virulento.
Hace un par de días se lanzó contra el congresista afroamericano Elijah Cummings, una de las figuras más longevas del Partido Demócrata en Washington y crítico acérrimo del trumpismo, representante del distrito séptimo de Maryland, en la ciudad de Baltimore. El sábado, Trump tuiteó un furibundo ataque contra Cummings y su distrito, al que llamó un sitio “repugnante…infestado de ratas y roedores”. Trump no se contuvo. “Ningún ser humano querría vivir ahí”, tuiteó. La violencia verbal del presidente contra un congresista afroamericano respetado y, mucho peor todavía, contra una ciudad estadounidense generó la previsible avalancha de críticas. Victor Blackwell, presentador afroamericano de noticias de la CNN, no pudo aguantar las lágrimas y lloró de rabia mientras comentaba los dichos de Trump.

Blackwell, por supuesto, tiene razón en indignarse hasta el llanto. Nada justifica el horrendo ataque de Trump. Pero algo lo explica. Al lanzarse con furia discriminatoria contra Cummings y su distrito (mayormente afroamericano, por supuesto), Trump está azuzando la polarización racial. Como con las cuatro congresistas de la banda demócrata, Trump busca establecer los términos de la discusión pública pensando únicamente en las elecciones del año que viene. Sabe que lo único que necesita es mantener el favor de su base y garantizar su participación en las urnas en un número determinado de lugares que decidirán la elección. Le importa poco la posibilidad de perder el voto popular en el resto del país. Trump solo necesita encender el temor cultural y el resentimiento racial de ciertos votantes y sanseacabó. Por eso ataca a cuatro mujeres progresistas de color. Por eso ataca a Cummings y su Baltimore.

Esta estrategia podrá ser más que moralmente execrable, pero demuestra una astucia quirúrgica. Hasta ahora, el Partido Demócrata ha respondido con indignación, reprobando públicamente e incluso condenando sus mensajes racistas desde el Congreso. Puede no ser suficiente. Los demócratas tendrán que elegir un candidato o candidata que sea capaz de desarticular la estrategia de polarización radical de Trump. Para vencer al racismo no basta con indignarse por su existencia. Hay que ofrecer una respuesta. De lo contrario, Trump ganará una vez más.

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