Una de mis mejores y más emotivas “equivocaciones” fue elegir el basquetbol como una actividad física y guerrera. Resulta un poco pedante afirmar que uno eligió su deporte cuando en realidad desde niño te vas enredando, sin saber por qué, en algún juego que tarde o temprano abandonarás o que, por el contrario, se convertirá en parte esencial de tu vida. Siempre es así; no hay motivos esenciales: entras por una puerta y sales por una ventana. Lo más conveniente, como seguramente sostendría el filósofo Henri Bergson, es dejar que al final sea la intuición la que se encargue de reunir los fragmentos de la experiencia para después otorgarles una dirección. Yo fui educado y preparado para jugar futbol puesto que mi padre ganó campeonatos siendo centro delantero del equipo de los tranviarios de México. A causa de ello, desde los ocho años estuve inscrito en una liga de futbol y mi 1.85 de estatura me tornaba un buen rematador de cabeza. No obstante mis venturosos comienzos en el balompié, los años se sucedieron y recién cumplidos los trece me sentí atraído por un extraño deporte en el que mediaba una pelota de dimensiones imponentes y que a cada momento, durante la contienda, te obligaba a levantar la vista hacia el cielo. A un joven que, como yo, acostumbraba tener la mirada puesta en el piso (probablemente contemplaba ya mi irremediable futuro), le caía muy bien una actividad en la que fuera necesario levantar la cabeza hacía las alturas. Ya de entrada significaba un progreso dejar de patear un balón con los pies (acción un tanto primitiva) y utilizar las manos. El basquetbolista se encontraba, en ese tenor, un escalón arriba del futbolista en la evolución deportiva. Tal cosa es improbable, lo sé, pero me gusta decirlo sólo para hacer rabiar a quien se lo merece. En la UNAM me enrolé en la selección de los pumas y fue entonces que descubrí el enorme esfuerzo que supone este deporte.

Debido a que fui un jugador autodidacta y cargaba en mi haber con un conjunto de manías y malos hábitos me veía obligado a entrenar mucho más que mis compañeros para lograr mantenerme en el cuadro titular. Lo hice no sin el riesgo de volverme loco, descuidar mis estudios y perder a mi novia. El olor a barniz de la duela, la suma de instantes que la pelota debe consumir en una hermosa curva antes de atravesar la red de la canasta, mis constantes incursiones bajo el tablero cuando, con el propósito de anotar, debía saltar y esquivar los brazos de jugadores que medían al menos veinte centímetros más que yo, el mantenerse alerta y en movimiento durante todo un partido, los continuos y abruptos cambios en el marcador durante encuentros en los que el ganador se decidía en el último segundo, todo ello pasó a formar parte de una acendrada obsesión después de mis veinte años. Encarnaba yo muy bien en el aforismo de Millôr Fernández que dice: “No hay joven que no piense que acaba de inventar la juventud”.

Si cambiamos los papeles y consideramos que “un líder es aquél que sigue a la mayoría”, entonces yo podría considerarme uno de ellos. Pese a jugar en equipo mantuve siempre mi espíritu solitario. Era yo lo que podría denominarse un observador nato. La visión periférica es una cualidad del basquetbolista que te ha de servir para toda la vida: gracias a esa particular habilidad he podido evitar dos o tres asaltos imposibles de prever para alguien que mira sólo frontalmente como si llevara anteojeras. También de reojo uno es capaz de reconocer y anticiparse a la maldad. Puedo decir que en los campeonatos nacionales y en la liga mayor de mi ciudad —en la que llegamos a participar por invitación— enfrenté a los mejores o más diestros jugadores de México. Las Águilas del IMSS era uno de los equipos más poderosos e intimidantes de la liga a principios de los años ochenta y en sus filas llegaron a concentrarse varios seleccionados nacionales: entre ellos mis admirados Arturo Guerrero y Óscar Ruiz, y otros más como Raymundo Arvizu y Manuel Garay. El sólo hecho de saber que habríamos de enfrentarlos en la duela me reclutaba a un estado de desasosiego que sólo se desvanecía cuando comenzaba el partido. Confieso que si bien yo he sido siempre mi mayor enemigo a la hora de enfrentar al contrincante —mi mente nerviosa y pesimista— la velocidad con que se desarrollaba el partido no me permitía perder mis reflejos en vanidades y temores. Toño Mendiola, Norberto Mena, Chuy García, Polo Torres, Rubén Alcalá, José Luis Arroyos, Rafael Palomar y Calixto Arroyo, fueron algunos de los grandes jugadores a los que tuve el honor de enfrentarme.

Recuerdo que en todos mis años de basquetbolista sólo una vez mi padre fue a verme jugar. Él estaba a disgusto conmigo porque sospechaba que yo era socialista, admirador de José Luis Cuevas y que desperdiciaba mi carrera de ingeniería en aras de un deporte que, a diferencia del futbol, no me otorgaría fama ni mucho menos dinero. El partido tuvo lugar en el gimnasio Juan de la Barrera y los pumas enfrentábamos a la selección del Distrito Federal. Quien haya pisado la duela de este gimnasio sabe bien que el jugador puede observar nítidamente los rostros de los espectadores sentados en la tribuna. No había culminado la primera mitad del partido cuando intenté colarme hasta debajo de la canasta y Toñito Reyes, quien medía poco más de 2.15 centímetros, me taponeó o bloqueó de tal manera que terminé sentado en el piso con la pelota entre las manos, impotente, humillado y, sobre todo, destruido por la mirada desaprobadora de mi padre y también de mi entrenador, Arturo Bastida.

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