Marylie Markovitch (1866–1926) ilustra, como nuestra Laura Méndez de Cuenca, las dificultades y las concesiones implícitas, durante la Bella Época, en ser una mujer de letras independiente, como ambas llegaron a serlo. Era necesario, como le ocurrió a una y otra, demostrar ser “útiles” a la sociedad, desde la puerta estrecha de lo femenino, para entrar al periodismo. Así, Markovitch, nacida en Lyon bajo el nombre de Amélie Néry y viuda de un ingeniero ruso (con quien viajó por Oriente próximo) del cual tomó tanto el apellido como el conocimiento de su lengua, se involucró en la lucha contra el alcoholismo. Esa “labor social” la hizo compatible con su pasión académica por el Islam y más aún, por la situación de las mujeres musulmanas, adherente y protagonista de las más reputadas sociedades orientalistas parisinas.

Poeta y novelista, vida y obra de Markovitch, empero, sólo muy recientemente han sido rescatadas gracias a la reedición de La Révolution russe vue par une Française (Agora/Pocket, 2017), el reportaje sobre el terreno que ella hizo en Rusia entre junio de 1915 y las vísperas de la Revolución de octubre de 1917, cuando la enviada de especial del Petit Journal y la corresponsal de la Revue des Deux Mondes (fundada en 1829 y al seguir apareciendo, la revista más longeva de la historia), regresó intempestivamente a Francia debido a las dolencias que la harían morir en el olvido tras una década de silencio.

Markovitch entró a Rusia, como era habitual, desde las neutrales naciones escandinavas en calidad de corresponsal de guerra, tras haber entrevistado a Selma Lagerlöf, la primera mujer en obtener el Premio Nobel de Literatura, seis años antes. Su dominio del ruso, del cual carecían sus colegas estadounidenses John Reed y Louise Bryant, le abrió a esta reportera de raza la afrancesada corte imperial, permitiéndole intimar con la zarina, quien ordenó su atención médica urgente en Tsarkoïé Selo, cirugía incluida, en el crudo invierno de 1916. La periodista francesa no desaprovechó la oportunidad para entrevistar a quienes, heridos de guerra, convalecían con ella. Markovitch, una vez repuesta, aceptó regresar al frente, disfrazada de enfermera.

La Revolución de febrero la sorprendió en Petrogrado y de inmediato salió a las calles a reportear. Dada la indigestión de lecturas que algunos padecemos estos meses sobre el 1917 ruso, debo decir que casi nada de lo registrado por Markovitch me resultó novedoso. Está el entusiasmo antizarista de la multitud junto al reiterado recuento de los abusos de los marinos de Kronstadt, al oeste de la ciudad fundada por Pedro El Grande, contra los civiles. Ella dice, por cierto, que, a diferencia del efluvio místico que rodeó a la Revolución de 1905, en la primavera de 1917, la población, al menos la petersburguesa, era prudente, ansiosa de que Rusia saliera de la Gran Guerra pero asustada ante las terribles mutaciones atisbadas en el porvenir.

Lo más interesante en La Révolution rusee vue par une Française es el entusiasmo, mítico y mitificante de la periodista por la caída de los Romanov. Estamos en la fuente, pareciera ser, de la empatía declarada desde el principio entre las revoluciones francesa y rusa, que de tanta utilidad le fue después a la propaganda bolchevique. Markovitch, admiradora de la zarina, su benefactora, no puede contener su entusiasmo por estar viviendo, “la ebriedad y la grandeza” de un momento histórico sólo similar, dice, a 1789. Además, cómo lo explica Olivier Cariguel, editor del rescate, se las arregla para escribir a contracorriente: dada la alianza militar imperante entre Rusia y Francia, todo cuanto enviase Markovitch desde el frente era sometido en París a la censura para evitar cualquier impresión, en los lectores, de derrotismo.

Sólo teme, por patriotismo francés, que la salida de Rusia de la Primera Guerra mundial en curso deje a Francia indefensa ante los imperios centrales, divido el corazón de Markovitch entre sus orígenes y su patria de adopción. Por ello ve con enorme simpatía a Alexandr Kérenski, el líder socialista revolucionario del gobierno provisional, a quien entrevistó, cuya obcecación por mantener a Rusia en el conflicto le costó el poder.

Fue testigo presencial la periodista del único duelo dialéctico entre Kérenski y Lenin, paisanos, ocurrido en el Congreso de los Soviets de todas las Rusias, en julio de 1917, cuando, estando el presidente en la tribuna fue interrumpido varias veces por el jefe de los “maximalistas”, como eran entonces mejor conocidos los bolcheviques. La imagen de Lenin —acompañado en la escena por Nadezhda Krúpskaya, su fiel esposa—, descrita por Markovitch no es distinta a la que dibujó tiempo después Curzio Malaparte, acaso lector de la prensa parisina donde aparecían los reportajes de nuestra enviada. Es, leemos en La Révolution Rusee vue par une Française (que alcanzó a publicarse como libro en 1918), el retrato de Lenin como un hombre pequeño, elegante sin distinción, el cual, incluso visto desde la tribuna, sobresalía más por su palidez que por su barba negra bien cortada y sus brillantes mancuernillas.

Irónico, mal orador y demagogo pero maestro en dominar el fanatismo de su gente, según Markovitch, Lenin no es nadie frente a Kérenski, quien, junto a sus aliados mencheviques, lo refuta en público. Pero Marylie Markovitch se estaba yendo de Petrogrado sin enterarse de que, cambiando el curso del siglo XX, el falso profeta era Kérenski y no Lenin, quien se convertiría, primero, en el hombre de la hora y luego, en el oscuro ícono del siglo.

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