La literatura en español  –en castellano, pues– no se entiende sin los escritores catalanes. Así de sencillo.

Y nadie los va a perder. Y nadie los va a separar de nosotros, de muchas maneras herederos suyos empezando por uno de los idiomas en común.

Que sí, que ya estuvo bueno de que todo un país obtenga de una sola autonomía la estratosférica suma del 20 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) y que el 80 por ciento restante lo aporten las otras 16 autonomías y se queden como si nada. Eso, las otras 16, así de plano.

Pero la independencia, ni siquiera el intento de ella comandado por el muy respetable Carles Puigdemont –a la sazón y en sus años un destacadísimo periodista–, pueden basarse en el separatismo: no es viable a ojos e intereses de la eurocomunidad, que ya es mucho decir, y tampoco lo es ante los países de otros continentes que han manifestado, también, su distancia, entre ellos el nuestro.

La formación académica ha pasado por décadas, en México, primero por Cataluña: ahí se traducían y traducen los libros más importantes de muy amplios campos, ahí se han editado, de ahí vienen. Una generación como la del que firma y otras antes y muchas después, se han educado profesionalmente con los volúmenes que pasaron por Barcelona. Sin el maravilloso mecanismo de la industria editorial catalana, en México y en toda Latinoamérica no habría hoy, para hacer una lista muy sintética, ni psicólogos, ni periodistas, ni sociólogos, ni politólogos, ni abogados, ni arquitectos, ni médicos, ni nada. El mundo de habla hispana se entiende si y sólo si partimos de la difusión de la cultura editorial que se desarrolló en Barcelona.

Nadie, sin haber nacido allá, tiene el derecho pleno de reclamarle a Puigdemont su movimiento de ajedrez imaginario: pensemos tan sólo que el levantamiento de la opinión ciudadana en Cataluña arrojó un saldo de 50 por ciento a favor y otro tanto en contra.

En nuestro acotado domicilio intentó algo similar, aunque de manera más directa, el extralúcido y siempre admirado Subcomandante Marcos, pero pese a su complejo sistema de pensamiento hoy las comunidades a sí mismas declaradas autónomas sufren más de lo mismo.

Y la respuesta, disculparán el “Sup” y Puigdemont, es que la cultura, por más raigambre que tenga, no se puede independizar del entorno al que ha pertenecido, del que se nutre y al que aporta, así sea el 20 por ciento del PIB.

No se puede vivir culturalmente sin el indiscutible príncipe de la novela contemporánea, Andreu Martín, creador de al menos cien mundos literarios para lectores de muy diversas edades y tan querido y tan leído como el que más.

No se puede entender la novela, la cocina, ni al investigador preciso sin la obra del llorado Manuel Vázquez Montalbán.

No hay modo de soslayar a quien quizá sea desde hace una década el autor más leído en castellano, Carlos Ruiz Zafón, con todo merecimiento.

No se puede asistir al espectáculo del idioma sin la peripecia de maravillas que propone a cada novela el querido Eduardo Mendoza.

No se vale saltarse a Juan Marsé, porque no leerlo y no respirar son equivalentes.

El mundo, como lo entendemos, no existiría sin el también fallecido e ilustre Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma: el que fríe las papas, el más mandón, el jefe de jefes, el papá de todos los anteriores y de cualesquiera que luego de él hayan intentado llamarse novelistas.

Y todos ellos son catalanes. Y con todos nos quedamos porque sin el aporte de Cataluña nuestro apreciado México sería muy otro, tanto, que en ese otro aquí el escribidor no querría vivir en él.

@cesarguemes

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses