La muerte por mano propia es el derecho primordial que cualquiera tiene sobre su vida porque justo eso que abandona es lo único que realmente posee.

Y no hay forma de impedirlo, y no importan las causales.

Y se vale, cómo carajos no.

Y quien así se despide merece tanto respeto como cualquier otro.

El escribidor, por razones diversas, conoció bien el caso de Manuel Acuña, de quien este diciembre se conmemoró un año más de su partida. Pero la historia de la cultura y de la existencia en general están plagadas de personas que luego de una reflexión tranquila, meditada, tomaron esa decisión última.

Hasta hay quien lo hizo con enorme gracia en su misiva postrera, como el narrador Luis Moncada Ivar, muerto hace medio siglo, quien pasó a la existencia imaginaria no sólo por su limpia manera de salir del mundo sino por sus afirmaciones finales: “Me suicido porque es domingo, porque ayer asistí a mi velorio, porque hoy estoy ocioso y de excelente humor”. Y, más adelante: “Dejo la pistola a Sergio Lugo —no vale la pena empeñarla maestro, es un arma barata—. Mi cuerpo a la Escuela de Medicina, y, si hubiera sido posible, mis ojos a Ray Charles”.

No deja de ser peculiar, por decir lo menos, que Moncada Ivar quisiera dejar su cuerpo a la Escuela de Medicina, justo el sitio en que Manuel Acuña traspasó el velo del aquí y ahora al de su vida como fantasma, querido fantasma.

Destacado estudiante de su profesión, en particular de los temas dedicados a la fisiología química, Manuel Acuña (sí, pues, “el de Rosario”, aunque ese amorío ni siquiera califica como tal) estaba consciente de que el cianuro de potasio era un camino sin regreso. A diferencia de Moncada, quien pudo por instinto errar el tiro, Acuña sabía que el cianuro es una bala que no se equivoca nunca. Aun hoy, con todos nuestros avances médicos, “salvar” a quien ha consumido cianuro es tarea inútil. Quizá por eso no resulte sencillo conseguirlo, para no hablar de una muerte que aparte de garantizada implica un sufrimiento que puede llegar a los 10 minutos en agonía brutal. Sólo que Acuña, quien llevaba una existencia digamos acotada, pese a sus incontables triunfos en las letras y en la vida cotidiana (rodeado de buenos amigos y maravillosas mujeres que le brindaron el más limpio de los cariños), no disponía del dinero que en su momento costaba un arma de fuego. Y, de haberlo tenido, con absoluta seguridad primero lo habría enviado a su familia en Saltillo para de cualquier forma optar por la química y no por la física.

Los neurólogos y neuropsiquiatras no se equivocan con los eficaces antidepresivos de hoy (tan comunes que se consiguen hasta en farmacias de similares), pero maticemos: funcionan para evitar que una persona padezca o llegue a hacerse un daño severo que no implica la salida final. Si a esas vamos, Acuña y Moncada habrían evitado cruzar el puente tan sólo con zamparse dos o tres botellas de tinto. Pero no lo hicieron.

El más grande poeta vivo, Joaquín Sabina, insiste, sin embargo, también con razón: “Tenemos memoria, tenemos amigos,/

tenemos los trenes, la risa, los bares…” O sea, “Más de cien palabras, más de cien motivos/ para no cortarse de un tajo las venas”.

Hoy no es domingo, como el de Moncada Ivar, ni es diciembre 6, como el de Manuel Acuña. Hoy el calendario deberá señalar que es martes, un día tan bueno como cualquier otro.

Quizá el otro grande de la poesía en habla hispana, Silvio Rodríguez —va por ti, Julio Patán— haya encontrado el planteamiento del problema y alguno de nosotros, con él, pensemos muy de mañana antes de afeitarnos: “Y en el espejo veo al viejo loco/ que cada día piensa que es su día”.

Y tal vez, sólo tal vez la solución al planteamiento que así empieza, sea capaz de redondearla Sabina, quien desde algún lugar de la memoria nos recuerde, con una sonrisa cómplice, que “Tenemos un as escondido en la manga”.

@cesarguemes

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