La Constitución Pastoral  es el documento más característico del Concilio Vaticano II. El mismo título “pastoral” marcaba una importante novedad en lo que se refiere a la naturaleza del documento. Tratándose de un texto magisterial, su finalidad no era, sin embargo, considerar la doctrina cristiana –como por lo demás Juan XXIII lo indicó en general respecto a todo el Concilio–, sino plantear desde la Iglesia un diálogo con el mundo contemporáneo. Paradójicamente, en medio de su complejidad técnica y del accidentado camino de su redacción, terminó por ser el texto conciliar que más temas teológicos aborda.

El sentido global de la constitución se expresa en su introducción: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (n.1)

Tras una exposición preliminar, que analiza las condiciones del tiempo histórico, identificándolos como un período de intensos cambios, plantea su diálogo a partir de las aspiraciones más universales de la humanidad y los interrogantes más profundos del hombre. Se desarrolla entonces en dos grandes partes: la primera, desglosando una antropología cristiana y desde ella una reflexión sobre la misión de la Iglesia en el mundo actual, y la segunda, que aborda algunos problemas más urgentes, a saber, el matrimonio y la familia, la cultura, la vida económico-social, la comunidad política y el fomento de la paz entre todos los pueblos.

La antropología desglosada en la primera parte se articula en tres bloques temáticos. El primero considera a la persona humana singularmente, el segundo a la comunidad humana y el tercero la actividad humana en el mundo. Cada uno de ellos concluye con una notable referencia cristológica: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (n.22); “El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana” (n.32); “Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios… El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (n. 39).

También el último apartado de la primera parte cierra con una contemplación de Cristo. “La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad… El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas” (n.45).

Toda la acción eclesial derivada del Concilio Vaticano II puede considerarse heredera de esta Constitución. Como anotación significativa, el entonces obispo de Cracovia Karol Wojtyla, al procurar implementar en su diócesis las directrices del Concilio, lo planteó básicamente a partir de Gaudium et spes –en cuya redacción, por cierto, colaboró–. Más adelante, cuando fue elegido Sumo Pontifice, asumió esa misma línea en su propia encíclica programática Redemptor hominis.

Este documento, leído con atención, representa una notable asimilación de la doctrina cristiana en la perspectiva de los problemas de nuestro tiempo. Una lectura progresista del mismo se ha lamentado de su excesiva cimentación en la doctrina tradicional cristiana; una lectura tradicionalista ha denunciado en él la secularización de la fe. Lo cierto es que en un equilibrio no sencillo, debe ser leído en la hermenéutica de la continuidad magistralmente defendida por Benedicto XVI.

Foto: Jan van Eyck, Adoración del Cordero

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