Llego a Filadelfia arrastrado, literalmente, por ese fenómeno de masas llamado Papa Francisco. Sí, el jefe de la Iglesia católica que reúne en su seno a más de un mil 200 millones de creyentes. La experiencia en la etapa de cobertura en Washington ha sido memorable, incluso para el más cínico y descreído. El Papa ha conseguido mover el corazón de la clase política, mientras les aleccionaba con sutiles latigazos de ética, de sentido común y moralidad.

A todos ellos los ha dejado en evidencia sin apenas pestañear.

Como muchos periodistas, nada más llegar a esta ciudad que vio nacer a Estados Unidos como nación hace más de 200 años, me entero de que no hay taxis. Según los máximos responsables del operativo, la seguridad del Papa así lo exige. No hay más remedio. Con equipaje en ristre, hay que patearse la ciudad que ha sido dividida en varios distritos por razones de seguridad.

Tras llegar a mi hotel y arrojar la maleta, me dirijo presuroso hasta el centro de convenciones que se encuentra a un costado del mercado de Filadelfia, uno de los lugares más interesantes de la ciudad.

Pero, para llegar hasta ahí, hay que superar varios controles. En promedio cada revisión es de aproximadamente media hora. La auscultación es exhaustiva. Lo mismo para el equipo de trabajo que para el vestuario. Nada, ni nadie se salva.

Monjas piadosas que no quieren ser toqueteadas, al final, se resignan cuando se les dice que es por la seguridad del Santo Padre.  Ancianos con prótesis metálicas soportan con resignación y paciencia el grosero manoseo de los guardias de seguridad que los tratan como si enfrentaran a un terrorista disfrazado, en lugar de un anciano de más de 70 años.

Unidades del FBI trabajan de forma coordinada con la policía de la ciudad y con miembros de la Guardia Nacional que han sido traídos de refuerzo. Entre todos ellos, lo que podría ser un proceso más ágil y expedito, termina por convertirse en un gigantesco cuello de botella; en una pesadilla para los cientos de miles de personas que han llegado desde distintas partes del país y del mundo para participar en este encuentro de familias.

Padres con sus hijos a horcajadas sobre los hombros; madres empujando carritos con varias criaturas en su interior. Jóvenes estudiantes de colegios católicos que muestran sonrientes sus frenos dentales y sus escapularios.

Miembros inconfundibles del Opus Dei que avanzan con paso triunfal, provistos de chaquetas impecables y corbatas lustrosas. Sin duda alguna, este es un gran día para todos ellos.

Inmigrantes de aspecto desvencijado, que han viajado durante horas desde el más recóndito lugar del país, se dan una manita de gato.

Sobre todo las mujeres que no quieren que el Papa Francisco las vea “todas desgreñadas”.

Muchos de ellos no pierden el entusiasmo cuando llegan sin apenas dormir, armados de panderos y guitarras, para cantarle al Santo Padre y agradecerle por la defensa que ha hecho de todos ellos:

“Es lo menos que podíamos hacer por él. Cantarle y rezar por él”, aseguran mientras avanzan como heraldos del futuro por las calles de la ciudad.

En medio de este gentío, los puestos que ofrecen souvenirs del Papa Francisco garantizan que su mercancía es la original. De esta forma intentan diferenciarse de los puestos improvisados que se han multiplicado por doquier con la imagen del Papa en camisetas, gorras, botones, bufandas y hasta pequeñas imágenes de Francisco con su sotana blanca que se cotizan hasta los 50 dólares.

El marketing de la figura papal es apabullante, por no decir que inquietante. ¿Está la fe al servicio del craso oportunismo?. ¿O es el oportunismo que se aferra a la fe de los más crédulos para exprimirle los bolsillos?, me pregunto.

Aunque no es la primera vez que realizo una cobertura papal, sí es la primera vez que lo hago en un ambiente dominado por la paranoia contra un posible atentado. Este temor anima y espolea a los miembros de las distingas agencias de inteligencia que le miran a uno con ojos de pistola. Que tratan a la multitud como si fueran terroristas en potencia.

La melindrosidad de estos agentes convierte en un embudo insufrible algunas intersecciones de la ciudad. Los múltiples controles para ir desde el centro de convenciones, a los lugares a donde hará acto de presencia el Papa, convierten un simple recorrido de 10 minutos en más de dos horas y media.

Para un acto programado a las 4, hay que presentarse para revisión a la 1 de la tarde. El tiempo de las revisiones lo distrae a uno otras tareas. Muchos por ejemplo, no hemos tenido tiempo de comer. Para matar el hambre, hay canastas llenas de barras de granola y agua a lo largo del trayecto.

Todos aceptamos entre cabreados y resignados el régimen impuesto por los cuerpos de seguridad.

Tras este trance, uno llega a los lugares señalados para poder estar más cerca del Papa. Cada periodista ha tenido que pagar por un espacio de apenas unos centímetros y una silla. Los precios han oscilado entre los 1,500 dólares y los 5 mil dependiendo de las necesidades de cada cual.

Nada más llegar, uno se percata de la presencia de miles de personas que han madrugado. Algunos han dormido ahí. Y, a pesar de ello, todos sonríen. Nadie se queja. Todos te saludan con una amplia sonrisa nada más llegar. Algunas mujeres inmigrantes te lanzan besos a la distancia. “¡Te pareces a George López!”, me dicen entre sonrisas. Los hombres te piden la palma de la mano. (¡Give me the five!).

Jóvenes estudiantes juegan a las cartas para matar el tiempo. Algunas madres arrullan a sus pequeños hijos. La intención es acercarse al máximo para que el Papa les dé la bendición.

Tras varias horas de espera, el Papa no decepciona. La multitud se para de puntillas. Algunas chicas se suben en hombros de sus novios. Hay que capturar la mejor imagen del Papa. Las madres que durante horas esperaron con sus bebés brazos, lloran de emoción. “¡¡¡El Papa Francisco me lo bendijo!!!…¡¡¡ Me lo bendijo!!!”, dicen entre sollozos.

Al abandonar la zona restringida de cobertura, me topo con un hombre de raza negra que vive en la calle. El pobre llora desconsolado, como un niño. Le pregunto que le pasó. Me dice que la gente se le echó encima cuando el Papa móvil se aproximaba. Había sido atropellado y sus míseras pertenencias yacían dispersas sobre el asfalto:

“No me dejaron verlo. ¡Y yo que quería pedirle que rezara por mí!”, me dijo mientras se recuperaba de esa experiencia de ser arrollado al paso del Papa Francisco, ese hombre que mueve y conmueve.

Que arrolla a su paso a los poderosos. Y, en ocasiones, a esas víctimas del entusiasmo y la mala suerte que sucumben de forma involuntaria ante el avance de esa multitudinaria aplanadora de la fé.

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