Es fácil acusar a Roy Andersson de haber hecho tres películas casi idénticas. Canciones del segundo piso (Sånger från andra våningen, 2000), La comedia de la vida (Du levande, 2007) y Una paloma reflexiona sobre la existencia desde la rama de un árbol (En duva satt på en gren och funderade på tillvaron, 2014) son parte de una trilogía donde recurren el estilo y los temas sobre la vida moderna, disgregados en breves viñetas. Separadas, las cintas poseen el genio de su director, un pintor convertido en cineasta que trata el cuadro cinematográfico como lienzo y se comunica primordialmente en colores, dimensiones, quietud. Juntas, las películas podrían parecer la misma en un tedioso y grotesco continuo de zombis pálidos, melancólicos, pero me parece que no se trata sólo de repeticiones, sino de los distintos capítulos de un ejercicio cinematográfico único y esencial. Desdeñar a Una paloma… por su relación con las otras dos cintas de la trilogía me parece fútil. A final de cuentas, F. Scott Fitzgerald tenía razón cuando decía que siempre se está escribiendo la misma historia, ¿o son tan distintas El gran Gatsby y Suave es la noche?

En Una paloma… fluyen ante nosotros imágenes de la vida contemporánea filtradas por la visionaria consciencia del sueco Andersson. La gente muere, cuenta sus historias, se fuga en fantasías musicales, padece la existencia o la alivia con amor. No hay una trama en particular, sino un flujo de escenas vagamente relacionadas por ciertos personajes o por los ruidos que vimos producirse en un cuarto y retumban en otro. Los personajes son parodias del sueco promedio: pálidos, feos y melancólicos. Es común ver a un personaje llorando sin que nadie lo consuele o siquiera lo note. Los espacios reafirman la desdicha y evocan a una de las influencias de Andersson: el estadounidense Edward Hopper. Octavio Paz escribió que los hombres y mujeres de Hopper son “extranjeros en todas partes y sobre todo en ellos mismos”. Andersson nos muestra forasteros similares, perdidos en inmensos e improbables interiores de colores parcos, proyectados siempre hacia el fondo y estirados hacia el cielo para hacer del hombre un enano. En los exteriores, el enano se mueve brevemente en calles no meramente solitarias: abandonadas. Enanos fantasmas, los personajes de Andersson vagan en un mundo de soledades que conviven pero no se acompañan.

Las exageradas situaciones humorísticas evitan que cada escena sea sólo un mórbido tableau vivant y las convierten en pequeñas farsas donde se ridiculiza la cotidianidad. La música pícara, heredera de Rossini, realza el sentido del humor, por ejemplo, cuando un grupo de personas se pregunta qué hacer ante un muerto en un comedor. Su mayor problema es averiguar quién se va a comer lo que ya pagó. Es evidente que estamos ya en un plano irreal, pero Andersson nos muestra dentro de él una fantasía, un sueño y una realidad donde dos extremos de la historia se tocan. Los tres son burlas de fenómenos muy europeos: en la fantasía de una cantinera corre el año 1943. Su establecimiento está lleno de comensales, muchos de ellos soldados y marineros que cantan su versión del himno militar Dead Upon the Risers y hacen fila para besarla. En otra escena, el rey —tal vez el homosexual Gustav III— marcha hacia Rusia con un ejército antiguo y le propone a un joven que se una a la expedición y “duerma” con él en su tienda. Al final de la cinta, un vendedor de juguetes espantosos sueña un extraño incidente en el que un grupo de soldados coloniales británicos introduce esclavos negros en un artefacto que comienza a girar cuando lo incendian. Mientras tanto los observa un grupo de aristócratas. “¿Es correcto usar a la gente para tu propio placer?”, pregunta el soñador. Nadie sabe responderle. La guerra, la monarquía y el colonialismo, los grandes traumas del pasado europeo, recurren en estas ensoñaciones, como si los problemas contemporáneos no asfixiaran ya lo suficiente a los personajes. El consumismo, la soledad y la indiferencia son los principales opresores de esta sociedad donde no vemos causas, sino víctimas de los tiempos modernos. La película recibe su título del poema de una niña con síndrome de Down sobre una paloma que se preocupa por no tener dinero y después se va volando. En la imaginación de las criaturas más inocentes se asoman los problemas de sus padres.

Sin embargo, no todo es abandono y miseria humorísticos en las imágenes de Andersson. En dos de sus viñetas, las menos pero a la vez las suficientes, el contacto y el amor se manifiestan como el epicentro de una luz que aclara los colores del director. En un parque, iluminada por el atardecer y con la terrible ciudad al fondo, una mujer besa los pies de su bebé, que ríe dentro de su carriola. Ni ella ni los pequeños pies comparten la palidez del resto de los habitantes de la ciudad. También son más coloridos un par de jóvenes que se tocan en una playa suavemente, tiernamente. Frente al mar la vida es más sabrosa.

Por cínico o cruel que pueda parecer Andersson, en su mundo, como en el nuestro, la felicidad es posible pero improbable. Su cine es un espejo que nos deforma cuando lo miramos y nos hace ver como monstruos infelices. Al salir de la película debería relajarnos el ver a los otros ya no tan monstruosos y pensar que posiblemente tampoco somos tan horribles. Quizás en ese momento sepamos que ellos buscan lo mismo que nosotros y que nuestros otros que acabamos de ver en la pantalla: no llorar solos.

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