Tamer Abu Manssour se coloca frente al pizarrón. Pide que le dicten una palabra en español. Con la tiza blanca comienza a conjugar los verbos: leer, mentir y venir. Los pronuncia antes de escribirlos; lo hace pausado y al terminar de inmediato pide la siguiente palabra. Pocas veces se equivoca; incluso él mismo es quien nota el error y borra para reescribir la letra o la vocal correcta. De los tres, él es quien habla y escribe mejor el español. Quizá le ayudó que antes de llegar a México empezó a aprenderlo leyendo.

Tamer se muestra entusiasta a pesar de que su maestra y compañeros de clases (otros dos chicos extranjeros) no han llegado y entra a otra clase donde todos los jóvenes hablan español. No parece que la noche anterior haya compartido tragos con sus amigos, puesto que a las siete de la mañana, a pesar de ser sábado, estaba puntual en la acera frente a su casa para tomar el camión que le cobra cinco pesos y lo lleva a la universidad.

Quiere aprender. En las paredes del cuarto que renta en el centro de Aguascalientes (una habitación en una casa de dos mexicanas) siempre hay hojas colgadas con verbos, palabras, oraciones escritas en español, incluida una lista de groserías. Apenado, asegura que “pendejo” era su bad word favorita.

—¿Te gusta Manu Chao?— se le cuestiona cuando se descubre en una hoja de cuaderno los versos de Mentira.

—¡Sí! Es muy fácil de entender.

—¿Como el libro cerca de tu cama?— la pregunta se realizó luego de notar un ejemplar que estaba escrito en español y se encuentra sobre un guacal de madera que simula un buró.

—Sí. Estoy leyendo poesía de un escritor de Aguascalientes que se llama Benjamín Valdivia (se refiere a El juego del tiempo, libro editado por la Secretaria de Educación Pública (SEP) en el año de 1985).

Después habla de la comida y las bebidas. El chorizo y el mezcal son sus favoritas. Las tortillas también, pero sólo de harina, de las de maíz no le gusta la textura. Sobre que está aprendiendo a bailar salsa y lo delicioso que cocina falafel (croqueta de garbanzo y haba).

Tamer vivía en Sweida, un pueblo al sudoeste de Siria. Su vida, antes de la guerra, la combinaba entre los estudios y el trabajo, y de pronto tuvo que iniciar una vida de trotamundos: viajó a Damasco (la capital y la segunda ciudad más grande de Siria), donde estuvo trabajando en cafés y restaurantes. Sus hermanos, una mujer de 21 años y un hombre de 23, y su madre se quedaron en su ciudad natal, porque luego de que su padre murió, ella tuvo que casarse con su cuñado como marca la tradición.

En 2012, un año después de que inició la guerra, se mudó a Líbano, donde trabajó en un bar. Después empezó a trabajar en la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y se volvió a mudar, ahora a Turquía, donde empezó a escribir reseñas de libros que publicaba en un periódico local. En estos dos países estuvo un año como ilegal porque las personas originarias de su país son rechazadas.

En ese momento se enteró del Proyecto Habesha y de inmediato se postuló. “Quiero estudiar cinematografía, porque necesitamos reconstruir Siria y podemos hacerlo también desde los medios de comunicación para cambiar la imagen negativa que se tiene de mi país”, explica Tamer en la conversación que se tiene en la sala de casa. Tardó un poco más de un año para llegar a México. Los fondos se obtuvieron por medio de la donación que realizó la mueblería Akabani.

Al terminar sus estudios, los cuales cursará con una de las becas de la Universidad Iberoamericana, espera regresar a Siria, aunque no sabe cuándo sea posible.

“Es como una tercera guerra mundial [el conflicto en Siria] y llevará tiempo arreglarla. Está muy caliente la situación”, dice con una pronunciación difícil del español.

Tamer va cuatro días a la semana a la universidad. Los sábados los dedica a las clases de español. Y actualmente está trabajando en un proyecto escolar, junto con sus compañeros mexicanos de clase, sobre Damasco, donde va a representar escenas de drama sobre la guerra en su país.

Este joven de 28 años está tan adaptado a México que recientemente inició una relación amorosa con una joven originaria de Aguascalientes. Ella se llama Circe.

—¿Tienes novia? — se le pregunta una vez que se ha roto el hielo y ha hablado de los dos tatuajes que tiene en el cuerpo; ambos símbolos de la cultura de su país.

—¡Sí! —, dice y suelta la carcajada—. Para mí fue muy normal, como hubiera sido en Siria, porque la comunidad árabe es similar a la de aquí.

Y remató: “La gente aquí es muy amigable. Tengo muchos amigos mexicanos, los he conocido haciendo malabares de circo. Estar aquí cambió mi vida. Puedo continuar mis estudios y he podido aprender nuevas cosas, como un idioma. Después de seis años de guerra me siento tranquilo, teniendo una vida normal, como la tenía en Siria antes del conflicto”.

Google News

Noticias según tus intereses