“La gente de Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur han hablado y respeto su decisión”, dijo Jeb Bush la noche del pasado sábado, con la voz entrecortada y los ojos anegados de lágrimas.

En el fondo, el ex gobernador de Florida sabía que su eventual candidatura a la presidencia iría a contra corriente de un Partido Republicano muy distinto al que llevó a la presidencia a su padre George H. W. Bush en 1989 y a su hermano George W. Bush en 2001.

Un partido que, en medio de una profunda crisis de identidad, se ha visto arrollado por las fuerzas del conservadurismo, el nativismo y el racismo. Un coctel explosivo difícil de digerir por esa coalición de mayorías y minorías que eligieron de forma consecutiva a Barack Obama en 2008 y 2012.

Sumado a ello, Jeb Bush nunca consideró una variable que nadie había vislumbrado en la primavera de 2015. La postulación de Donald Trump, un magnate reconvertido en político que, en menos de seis meses, capitalizaría el sentimiento de rechazo de muchos ciudadanos hacia el establishment político de Washington y demostraría que las reglas que regulan las campañas políticas en EU habían cambiado para siempre.

En muchos sentidos, a pesar de que el propio Jeb Bush lo sospechaba, las primarias republicanas lo convirtieron en el último candidato apoyado por una dinastía, por una parte importante del establishment político y por aquellos que aún albergaban la esperanza de ungir a un candidato dispuesto a rescatar al partido de los extremistas y a recuperar parte del centro político necesario para reconquistar la presidencia:

“Los electores de Carolina del Sur, de Iowa y New Hampshire demostraron que ya no quieren a nadie del establishment, ni de una dinastía. Por eso arrojaron por la ventana a Jeb Bush y apostaron por un tipo que incluso se ha peleado con El Vaticano”, consideró Mark McKinnon, un veterano operador político que ha trabajado para George W. Bush o John McCain.

A pesar de saber que navegaría en contra de esas fuerzas conservadoras y nativistas, que nunca le perdonaron su defensa en favor de una reforma migratoria, Jeb Bush decidió dar un paso al frente el 15 de junio de 2015 para embarcarse en una de las campañas más costosas de la historia moderna.

Confiado en el peso de la dinastía Bush, en unas encuestas que le concedían un amplio margen de ventaja y con una maquinaria de campaña formidable, el ex gobernador de Florida salió de puerto seguro para naufragar nueve meses más tarde.

Tras una inversión de más de 175 millones de dólares, Jeb Bush decidió tirar la toalla. La pelea (con un total de 15 adversarios en su fase inicial y 6 en la más reciente), no sólo dispersó el voto, sino que lo desangró financieramente en campañas que poco hicieron para frenar a candidatos como Trump, Ted Cruz o Marco Rubio.

Tras su salida de su contienda, muchos desde el establish- ment del partido tienen la esperanza de que se produzca una reagrupación del voto a favor de un candidato que pueda cerrar el paso a Trump. Sin embargo, ni Rubio ni Cruz parecen contar con los respaldos necesarios para frenar a Trump, un candidato que saca en todas las encuestas a nivel nacional más de 15 puntos porcentuales de ventaja.

Además, Donald Trump parece tener de lado a su historia. Desde 1980, todos los aspirantes del partido republicano que vencieron en New Hampshire y Carolina del Sur, al final resultaron los ungidos del partido a la candidatura presidencial.

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