El 2 de julio del 2017 Donald Trump compartió por Twitter un video en el que se podía apreciar al presidente en un escenario de lucha libre peleando contra un oponente cuya cabeza estaba cubierta por un letrero: CNN. Aplicando la fuerza, Trump sometía y derrotaba a la cadena de noticias. El tuit fue condenado por periodistas, actores políticos y ciudadanos varios.

El miércoles pasado, la misma cadena, CNN, recibió por correo algo que parecía un paquete bomba; uno más de una serie de paquetes similares que habían llegado a distintos destinatarios. En medio del pánico, la televisora tuvo que suspender su transmisión y evacuar las instalaciones. Otras personas que recibieron paquetes bomba incluyeron al expresidente Obama, la excandidata Hilary Clinton, el exvicepresidente Biden, el actor De Niro, George Soros y algunos prominentes demócratas. El común denominador de estas personas es que cada uno de ellos es un adversario político, ha mantenido disputas públicas o ha sido señalado por el presidente como traidor. Por ejemplo, Soros es el “troublemaker” (alborotador) que “paga protestas” contra las causas de Trump y a la “crooked” (deshonesta/corrupta) Hilary había que encarcelarla. Por tanto, a pesar de que todos los paquetes fueron interceptados y ninguno causó víctimas, varias preguntas emergen tras los eventos: ¿Se trata de terrorismo? ¿Quién está detrás de los hechos? ¿En qué momento y de qué manera es posible conectar un discurso que incita al odio con actos de violencia premeditada y coordinada? ¿Cómo se insertan los hechos dentro del entorno electoral polarizado que se vive en Estados Unidos? Intento responder algunas de esas preguntas.

Un ataque terrorista no se define por la cantidad de víctimas materiales o el daño físico que ocasiona. La violencia terrorista se distingue de otras porque en ésta los blancos de un ataque son solo instrumentos para provocar conmoción o terror. El objetivo es emplear ese estado de pánico como vehículo para transmitir mensajes o reivindicaciones, normalmente de carácter político, y/o ejercer presión psicológica sobre tomadores de decisiones o sectores de una sociedad. Por tanto, la medida de un atentado terrorista está en el miedo provocado, en su capacidad de atracción de medios y redes sociales, las veces en que es retransmitido y el tamaño de los efectos psicológicos y políticos generados. Es por ello que las bases de datos sobre terrorismo más reconocidas incluyen en sus mediciones incidentes en los que haya intentos o amenazas creíbles de ataques, aún si éstos no se cometen o si no causan víctima alguna. El envío casi simultáneo y coordinado de un número de paquetes bomba contra diversos actores prominentes de la sociedad estadounidense o medios de comunicación, incluso si algunas de esas bombas hubiesen sido reales y otras falsas, con el objetivo de generar tensión colectiva, atraer la atención mediática, y comunicar un mensaje político, se califica como terrorismo. En este caso, ningún actor ha salido a reivindicar los actos, pero eso es algo que ocurre con frecuencia. El mensaje transmitido es, a pesar de ello, bastante claro: los blancos de estos paquetes bomba son todos, como dijimos, adversarios u oponentes a las políticas y discurso de Trump.

Ahora bien, como se sabe, el terrorismo es una táctica de violencia que es utilizada por personas o grupos de muy distinta filiación ideológica, política, étnica o religiosa. Es cierto que, en los últimos años, el terrorismo islámico es el que más abulta las estadísticas. Sin embargo, la historia está plagada de actos terroristas cometidos por personas o grupos radicales de derecha, de izquierda, de países occidentales y no occidentales por igual.

Hasta el momento del presente escrito, desconocemos si quien envió los paquetes bomba es un atacante solitario o algún grupo de personas. Lo que tienen en común los atacantes terroristas es que pasan por un complejo proceso de radicalización que ha sido muy estudiado, algo que Moghaddam denomina, la “escalera de la radicalización”, una sucesión de fases en las que, a partir de sus percepciones, concepciones e interacciones, esas personas van dando pasos hasta decidir que la violencia es necesaria para cumplir ciertas metas o hacer llegar un mensaje específico, mensaje que es, en este caso, comunicado en plena época electoral. La estrategia produce, a su vez, efectos psicológicos varios.

Primero, la generación de tensión o pánico (algo que fue evidente cuando la suspensión de la transmisión en vivo de CNN se vuelve un fenómeno viral en redes sociales), lo que provoca, al menos en algunas personas, un sentimiento de vulnerabilidad o amenaza. Los hechos, por consiguiente, van a recibir toda clase de condenas no solo por parte de los demócratas o personas afectadas, sino por parte de republicanos y del propio presidente Trump. A pesar de esas condenas, sin embargo, hay otros procesos psicológicos que los hechos activan. Por un lado, se producen simpatías entre otros actores dentro de la misma sociedad estadounidense que ya se encuentran transitando por su propia escalera de radicalización, una radicalización que se puede verificar con solo mirar el brutal incremento de crímenes de odio desde que Trump asumió el mando.

Pero del otro lado, se consigue también conectar con simpatizantes denominados blandos: aquellas personas quienes no están de acuerdo con el uso de la violencia, pero quienes, en el fondo, coinciden con el mensaje político o con la noción de que las víctimas son de alguna forma culpables de los hechos debido a sus ideas o conducta.

De acuerdo con la investigación, esta serie de efectos psicosociales—tanto el miedo como las simpatías provocadas—pueden llegar a tener algún impacto cuando estos eventos ocurren en épocas electorales, al menos en sectores específicos. Es difícil saber si acaso estos ataques podrían repercutir en las elecciones de noviembre o de qué manera podrían hacerlo. Lo que sí sabemos es que los paquetes bomba, incluso si hubiesen sido todos enviados por una sola persona, atraen el foco mediático, orientan la discusión y en ciertas porciones de la población llevan la conversación hacia donde el perpetrador o perpetradores buscan llevarla: hacia los extremos, hacia los sitios en donde los polos se alimentan mutuamente. Ahora mismo podemos ver cómo emergen teorías conspirativas tanto de izquierda como de derecha. Para algunos, Trump es quien orquestó estos ataques. En cambio, para simpatizantes de Trump, la conspiración es todo un plan de los demócratas. Ya el propio presidente ha ido pasando desde su condena inicial de los hechos y los llamados a la solidaridad, hacia una narrativa que acusa a sus oponentes de lo sucedido.

En suma, si bien es verdad que Trump al inicio condenó esta clase de violencia, ha sido el entorno producido por su discurso desde su campaña el que facilita la radicalización de personas y/o grupos. A su vez, este entorno hace que otros actores políticos reaccionen a favor o en contra del presidente, muchas veces haciendo espejo de su conducta y su discurso. Es en ese entorno en el que entre ciertos individuos o grupos específicos emerge un proceso psicológico conocido como “moral engagement” (compromiso u obligación moral) mediante el cual, el atacar violentamente (o amenazar con hacerlo) a un “traidor”, a un “alborotador”, a una “criminal” que merece ser encerrada, o a un medio que se dedica a “esparcir la mentira”, no solo es algo legítimo, sino un deber. Basta que unas pocas personas empiecen a pensar de ese modo para descomponer o contribuir en la descomposición de una serie elementos que son la base de la convivencia social, los cuales incluyen el uso de la esfera política para dirimir, de manera pacífica, los conflictos inherentes a la interacción humana.

Twitter: @maurimm

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses