En fechas recientes han llamado mi atención dos temas. El primero es la resistente popularidad presidencial. La mayor parte de las encuestas lo ubican por arriba del 70%, es decir, niveles casi de unanimidad. El segundo es que, a pesar de sus números, se le ha visto al Presidente irascible e impaciente. En algunos casos, con razón y en otros, con menos.

Los orígenes de la popularidad presidencial merecen un análisis que no es el argumento central de este artículo. Baste recordar que López Obrador en las duras y en las maduras, tiende a ser mucho más ligero en el trato e incluso condescendiente con quienes lo critican si tiene el triunfo en la bolsa. La ventaja lo lleva a minimizar las pequeñas cosas. Sin embargo, en estos días, no ha sido el caso. El Ejecutivo se muestra irritado (con razón) cuando, por ejemplo, en la Huasteca, un grupo recurre a esa deleznable práctica del escrache o acoso personal. El Presidente tiene la razón en irritarse porque perturben su esfera más directa, pero ese es uno de los motivos por los cuales los mandatarios viven en residencias oficiales y resguardados, para evitar la utilización propagandista que da cualquier protesta hecha a costa del Presidente.

Entiendo menos por qué le irritó tanto un artículo sobre su decisión de habitar Palacio Nacional y las reacciones que en sus redes sociales se generaron. Vivir y despachar en Palacio supone mucho mayor boato que hacerlo en Los Pinos; por tanto, no sorprende la retahíla de pronunciamientos críticos sobre la ocupación de espacios históricos. Usualmente los Palacios Nacionales se reservan para ceremonias y los presidentes y hasta los monarcas (al rey de España se la aplaudió mucho que no viviera en Palacio Real sino en La Zarzuela) tienden a abandonar los recintos en favor de oficinas y viviendas funcionales y seguras. Su popularidad le permitió la contradicción de ser el paladín de la austeridad y ser el inquilino del suntuoso Palacio de los Virreyes. Tampoco creo que debiera indignarse porque los medios de comunicación pregunten sobre el tren de vida de su familia. A mí ese tipo de periodismo no me gusta, pero entiendo que sea de interés público saber dónde pasa el verano el hijo del Presidente, cuánto se paga de colegiatura, cómo le fue en su hospitalización en una clínica privada y otros temas que, para cualquier otro funcionario, serían irrelevantes, pero en el caso del padre de la austeridad resultan llamativos. No veo razón para enojarse por ello.

Mucho menos entiendo su diatriba contra los medios y pedirles una incondicionalidad que solamente puede requerirse cuando el país está en guerra. En una democracia común las incondicionalidades son morbosas, tóxicas y claramente contrarias al espíritu liberador y democrático. Vivimos en una democracia “normalita” en la que pasan cosas tan humanas como que el Presidente tenga un conflicto al interior de su gabinete (como quedó expuesto con la salida de Urzúa y recientemente de Gonzalo Hernández Licona), tenga una disputa abierta con el sector campesino de su coalición y tenga también un conflicto entre la sensibilidad de sus legisladores sobre diversos temas. En esos casos, tal vez sí les podría pedir incondicionalidad, disciplina férrea a lo que diga el jefe, pero no a quienes tienen como trabajo informar y opinar.

Tengo tres hipótesis para explicar la distancia entre los índices de popularidad y la irritación presidencial. La primera es simple y llana: cansancio vulgar. El Presidente muestra impaciencia porque no duerme lo suficiente. La segunda es impotencia por ver cómo sus edificantes propósitos se topan con una burocracia lenta y llena de contradicciones. La tercera es que, a pesar de que ponga buena cara e intente presentarlo positivamente y, como es su deber, infundirnos buen ánimo, no debe ser nada grato tener que comerse la zanahoria de Trump, reconocer que las calificadoras y el FMI tienen razón y que lo de Baja California es un golpe bajo a la democracia. El peso es enorme y entiendo que casi cualquier mortal se impacientaría por no poder avanzar a mejor ritmo y tener que comerse esas alcachofas crudas. Pero, como decía el Santo: “ninguna decisión en la desolación”. Dormir, tila y convencer con buenos argumentos que está del lado correcto de la historia, son mejores remedios que impacientarse, regañar y pedir incondicionalidad.

Analista político. @leonardocurzio

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