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Como toda creación humana, las democracias pueden sucumbir. Preocupados por el triunfo de Donald Trump, dos profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se preguntan Cómo mueren las democracias (Ariel, 2018). Se trata de un libro plagado de ejemplos históricos, que pone en duda la confianza tradicional que los estadounidenses tienen en su sistema político, pero que sobre todo sirve para reflexionar en aquello que debilita los sistemas democráticos. Adelanto unas notas.
1) Las democracias en nuestros días no mueren como en el pasado. No son hombres armados los que irrumpen para cancelarlas o desmantelarlas. No suele suceder que los militares bombardeen la casa presidencial como sucedió en Chile en 1973. En Argentina, Brasil, República Dominicana, Ghana, Grecia, Guatemala, Nigeria, Pakistán, Perú, Tailandia, Turquía y Uruguay, dicen los autores, golpes de estado militares provocaron “el colapso de la democracia”. Lo de hoy, que tiene antecedentes, parece ser un camino distinto: líderes electos en contextos democráticos que paulatinamente se vuelven contra la propia democracia. Levitsky y Ziblatt mencionan a Venezuela, Georgia, Hungría, Nicaragua, Perú con Fujimori, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. Escriben: “el retroceso democrático empieza en las urnas” y lentamente se desmantelan o desvirtúan las instituciones que la hacen posible.
2) ¿Cómo distinguir, se preguntan, a un líder autoritario? Dado que su preocupación fundamental es el movimiento que llevó a Trump a la presidencia, y que, por cierto, afirman, no empezó con él, sino varias décadas antes, sugieren cuatro campos: a) “Si rechaza o tiene una débil aceptación de las reglas democráticas del juego”, b) “Si niega la legitimidad de sus oponentes”, c) “Si tolera o alienta la violencia” y d) “Si tiene una predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación”. Si cualquiera de esos resortes se encuentra activado deberían prenderse las alarmas (con Trump se encienden todas) y piensan que los partidos deben ser el principal filtro para evitar la irrupción de líderes autoritarios. Dicen: “Todas las democracias albergan a demagogos en potencia y, de vez en cuando, alguno de ellos hace vibrar al público”, pero es labor de los partidos actuar como cedazos, dado que su principal labor es ser “guardianes de la democracia”. Y en esa materia, dicen, hubo una “abdicación” del Partido Republicano.
3) La mecánica autoritaria, sin necesidad de seguir un plan preconcebido, suele tener varios elementos: “Captura de los árbitros” o de instituciones estatales que están diseñadas para actuar con independencia, no alineadas al Ejecutivo; “compra o debilitamiento de los opositores”, no solo de políticos de otras filiaciones sino también medios de comunicación u organizaciones sociales; “reescritura de las reglas del juego” para sacar ventaja, por ejemplo, en los Estados Unidos el trazo de los distritos electorales o las normas para habilitar o excluir votantes.
4) El respeto a la Constitución y las leyes es fundamental. Pero no basta. En el caso estadounidense, afirman, la ruptura de dos normas no escritas es lo que precipitó la escalada de polarización: a) la tolerancia mutua, la aceptación de que los adversarios tienen derecho a existir, que son contrincantes legítimos y que la política es una contienda regulada, no una guerra, saltó por los aires; y b) la autocontención, el freno autoimpuesto bajo la convicción de que es menester preservar la posibilidad de que el “juego” democrático continúe, también fue debilitada. Esas “tradiciones” se están desmantelando y con ello los líderes antidemocráticos tienen mejores condiciones para prosperar.
Digo yo: cuando hay un déficit de comprensión y valoración de la democracia, cuando los problemas sociales no son atajados o resueltos, cuando el lenguaje antipolítico se apodera del espacio público, las probabilidades de que la democracia expire suelen crecer.
Profesor de la UNAM