Escribo estas líneas desde Shanghai, en un momento de tensión e incertidumbre en las relaciones entre China y Estados Unidos. Los analistas occidentales le han llamado la “guerra comercial”. En China son repelentes al término de “guerra” y en el mejor de los casos aceptan que se le llame “disputa”. Desde la manera de calificar el problema, los chinos demuestran su intención de desinflar la rivalidad con Estados Unidos, bajarle dos rayitas a la confrontación. Pero, independientemente de cómo quieran llamarle los chinos, lo cierto es que las bolsas de valores están reaccionando muy negativamente ante un escenario repleto de amenazas potenciales.

Los mexicanos conocemos muy bien la obsesión de Donald Trump por reducir el déficit comercial de Estados Unidos con el mundo. En su visión, cualquier país que venda más de lo que compra a Estados Unidos es un rival que seguramente los está timando. En el caso de China, el gobierno de Trump no ha encontrado la manera de equilibrar la balanza comercial, ni la encontrará a corto plazo por la simple razón de que China es un país esencialmente de manufactura y de productos de consumo cotidiano, mientras que la fortaleza de Estados Unidos está en el mundo digital, el entretenimiento y el diseño. Así las cosas, las negociaciones no pueden prosperar. La oferta exportable de Estados Unidos no alcanza para compensar el déficit que tiene con los chinos.

El objetivo de fondo de Washington es detener a toda costa el ascenso de China. Saben que China ha experimentado un crecimiento constante y silencioso por más de tres décadas hasta convertirse en la segunda economía del mundo. Lo último que quisiera ver Trump durante su mandato es un desplazamiento de su país a un plano secundario. Además, están conscientes de que el avance económico de China estará aparejado inevitablemente con un reposicionamiento en el terreno político y eventualmente militar. La decisión de Washington es detener dicho avance antes de que sea demasiado tarde.

Washington no tiene opciones sencillas para lograr ese objetivo. Los aranceles impuestos a 200 mil millones de dólares de productos sin duda sacarán del mercado a muchos artículos chinos, pero también perjudicará a empresas estadounidenses que exportan desde China. La idea de Trump es que esas empresas se reubiquen en Estados Unidos. Pero esa mudanza puede resultar tan cara que muchas empresas irán antes a la quiebra. Tanto chinos como norteamericanos van a sufrir pérdidas.

Sin embargo, el caso más relevante es la ofensiva contra Huawei, el gigante chino de telecomunicaciones y software. Washington quiere aprovechar la ventaja tecnológica que aun tiene para ahogar a Huawei y sacarlo del mercado. Sin embargo, los chinos nos han confiado por acá que esta ofensiva la veían venir hace una década y que se han ido preparando para dar la batalla a otros gigantes como Apple, Samsung o Microsoft. Lo que surgirá probablemente son dos sistemas paralelos, sin conexión entre sí, enfrascados en una lucha intensa por mercados en todas las zonas del mundo.

El desenlace de esta batalla entre las economías más grandes de planeta apunta hacia una recesión global en los próximos dos años. La elevación de costos que implican los aranceles y el desmantelamiento de cadenas productivas pronostican una desaceleración general. Pero quizá la secuela más importante de este enfrentamiento es que China se verá forzada a tomar decisiones hacia la autosuficiencia y cada vez más en el terreno político y estratégico. Hasta ahora, la preferencia china ha sido la de jugar judo con Estados Unidos. La tendencia apunta a que pronto se inclinen más por el karate y eso es muy riesgoso para el mundo.

Internacionalista

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