A menos de un mes de la elección del próximo 1 de julio, la intervención del crimen organizado convirtió a este proceso electoral en uno de los más violentos que ha vivido nuestro país en su historia. Desde septiembre de 2017 hasta la fecha han sido asesinados más de cien políticos de todos los partidos, en distintos estados del país, y decenas fueron amenazados o intimidados por intereses desconocidos.

El fenómeno de la violencia en campañas no distingue colores ni formas, está ahí presente y coacciona el entorno sociopolítico. El ataque a balazos a la sede del Partido Acción Nacional (PAN) en Tamaulipas, ocurrido ayer en Tamaulipas, es una muestra más de que hay quien busca apropiarse del proceso electoral a partir de la violencia.

La forma en que el crimen incide en los procesos electorales en curso es cada vez más evidente y osada. Está claro que estas bandas organizadas buscan imponer sus agendas, condicionar a los nuevos gobernantes y amenazar a quienes asumirán el poder con el fin de preservar o mejorar sus negocios ilegales.

Este fenómeno hace peligrar seriamente nuestro Estado de Derecho, además de que refleja la profunda penetración del crimen organizado en las dinámicas sociales, en la cultura de las poblaciones de nuestro país. La incidencia directa de dichas bandas en los procesos electorales refleja un gran poder que no ha podido ser contenido por las fuerzas gubernamentales y que, por el contrario, se les enfrenta sin temor a las consecuencias.

La violencia en el proceso electoral en curso, pese a haber tenido gran visibilidad, no ha provocado una reflexión cabal en torno al riesgo latente que representa. Por un lado, existe la posibilidad real de que la violencia derive en la abdicación práctica de las autoridades de distintos niveles sobre sus responsabilidades; por otra parte, las instituciones del Estado están en peligro de ser capturadas por el crimen organizado.

Esta realidad no es un problema que requiere únicamente la intervención del árbitro electoral, sino del Estado en su conjunto, de gobiernos, instituciones y ciudadanía. En el fondo, tenemos un proceso electoral viciado de origen que requiere ser legitimado en cada una de sus fases, porque también está en posibilidades de ser capturado por este poder fáctico.

Nuestro país registra zonas en las que la presencia e influencia del crimen es amplia, en los que los gobernantes parecen haber cedido al poder informal de las bandas organizadas. La violencia en las campañas es un serio llamado a gobernantes y candidatos a ejercer el poder para desterrar a los violentos, de otro modo el fenómeno solo irá al alza y, lo que es peor, seguirá minando a nuestra fortaleza institucional y a nuestra democracia.

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