La madrugada del 16 de mayo de 2019, Sephora y su madre se acercaban a las playas de Gran Canaria. Finalmente, podrían cruzar la frontera que divide a Europa de África; esa línea imaginaria que separaba para ellas el sufrimiento y la carencia de una vida “buena”. Su madre la llevaba atada en la espalda, pero el fuerte oleaje de esa madrugada, la desprendió de su cuerpo y sus ojos desesperados que la buscaban en la oscuridad fueron los que la vieron por última vez con vida. Sephora tenía poco más de un año. Su cuerpo fue encontrado hasta el día siguiente en una playa no cercana. Sola, abandonada, rendida ante las atrocidades de la necesidad.

24 de junio de este año: dos cuerpos inertes, mojados y tendidos boca abajo sobre el fango; derrotados por la corriente y por la vida. Uno, un joven de 25 años, el otro, su hija, Valeria, de tan solo 23 meses. La imagen resume la tragedia diaria de aquellos que solo buscan una vida mejor. Él, sentía pánico, asustado, aterrado, sin embargo, tomó la decisión de cruzar el río con su hija en brazos para darle algo que en su país nunca hubiera podido darle. Una vida digna. Esa noche, fueron arrastrados por la corriente y ambos murieron ahogados.

23 de marzo de 2015, lejano en el tiempo, pero no de mi memoria. Circunstancias similares o completamente distintas; eso, parece que nunca lo sabremos: Ángela, una niña de poco más de un año, indignamente llamada “la niña de la maleta”, fue encontrada en una calle de la Ciudad de México. La mataron con un golpe en la cabeza, tenía rasgos de desnutrición y de violencia sexual. Murió sola. Abandonada. Tirada en una calle sin memoria. Esperó en un anfiteatro por meses, sin nombre, sin identidad, sin referencias… sin humanidad. Sepultada y bautizada por extraños que confiamos en que nuestro corazón pudiera darle cobijo en su último viaje. Confiados en que pudiéramos darle en la muerte lo que le robaron en vida: cariño y cuidado.

Solo tres relatos de cuántos que no están atrapados por la oscuridad de la ignominia. Cuántos niños y niñas no han muerto sin que sepamos sus nombres. Sin que conozcamos su historia, su sufrimiento, su destino y su origen. Cuántos infantes más debemos perder para darnos cuenta de que algo anda mal; cuántos más deben morir.

La muerte de un niño/a rebasa los límites de la tolerancia. Rebasa cualquier umbral de lo entendible o de lo dolorosamente aceptable por inevitable. La muerte de una niña/o, debería eliminar rangos, importancias, políticas y diferencias. Nunca deberían pasar desapercibidas y mucho menos tratar de ser justificadas.

La lucha por la estabilidad regional, por las políticas económicas, por la aplicación de las reglas del derecho, nunca, nunca, deberían estar por encima de la dignidad y del bienestar de los menores. Los niños y las niñas representan un umbral que nunca debería ser traspasado. Son ellos los que heredan un mundo que no construyeron, que no decidieron, pero que ahora sufren. Si cobra sentido hablar de derechos humanos, si cobra sentido luchar por su eficacia y por su garantía, es aquí, en estos momentos y en estos ejemplos, donde todos los esfuerzos deben ser volcados.

Acuso a la humanidad por no darle a estos seres la importancia debida. Acuso a los políticos de ambos lados de las fronteras en el mundo por no detenerse a pensar en ellos. Acuso a quienes sólo pasan las hojas del diario, leen sus historias y se encogen de hombros. Acuso a todos aquellos que pudieron haber hecho algo y, sin embargo, no hicieron nada. Acuso a este mundo que cada vez se vuelve más insensible y cada vez más trágico. Acuso a la humanidad por todo lo que les está pasando.


Magistrado del TSJCDMX y Exembajador de México en los Países Bajos

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