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Buenos Aires.— Son unos cuantos, mas necesitan camuflarse para salir vivos de esa enorme olla de presión rojiblanca llamada estadio Antonio Vespucio Liberti.

Es la odisea de los pocos simpatizantes de Tigres que tienen boleto para el Monumental. Más de 3 mil realizaron un viaje austral, con la ilusión de ver a los norteños dar a México su primera Copa Libertadores. A casi todos no les queda más que presenciarlo por el televisor.

Cambian un trozo de amor por integridad y bastantes dólares ahorrados. La reventa es desenfrenada durante las horas previas al cotejo decisivo por el título de América, pero los Millonarios son elitistas hasta para elegir clientes. Hay quien paga 8 mil pesos argentinos (poco más de 14 mil pesos mexicanos) por una entrada que valió 200 (355 pesos mexicanos). La única condición, no portar la ‘remera’ amarillo con azul.

Ironías del futbol: el River Plate juega su partido más importante en casi dos décadas ante un club que tiene tonos muy similares a la de su antítesis xeneize. Es por eso que los seguidores felinos, en su mayoría familiares, tienen en largas gabardinas oscuras, bufandas y guantes, a sus mejores aliados durante una noche delirante en las gradas, copyright del ‘Mundo River’.

Ahí, junto al palco designado a la cúpula visitante, los seres más queridos de los regiomontanos padecen los estragos del crudo invierno en el hemisferio sur del continente. Explota el primer “¡Vamos River Plate!”.

Es entonces cuando algunos reparan en que hay vida más allá del ‘Volcán’. El Universitario es un inmueble que intimida, el equipo dirigido por Marcelo Gallardo lo supo la semana anterior, pero la gran joya del futbol argentino también asfixia, mete miedo.

Un enorme mosaico rojiblanco recibe a los equipos. Miles de papelitos vuelan, al igual que enormes trozos de plástico –con ambos tonos— desde la parte superior de las gradas. Ritual aderezado con interminables e intimidantes cánticos. El clímax llega con la pirotecnia dentro y fuera del estadio. Centenares de detonaciones cimbran la estructura. Los seguidores más radicales prenden bengalas que dan mayor luminosidad a la fiesta, que se completa con esos fuegos artificiales que crean una niebla tan falsa como el pesimismo local. Es la genuina Libertadores, torneo hecho por y para los argentinos.

André-Pierre Gignac es el primero en comprobarlo. Pocos saben quién es el goleador francés, no importa. Su indumentaria azul con amarillo lo hace enemigo en el barrio de Núñez. Ese que se transforma cada que su huésped distinguido tiene una cita con la gloria.

La policía bonaerense conoce la historia, así es que monta un dispositivo ‘cinco estrellas’, que incluye más de mil 600 elementos, innumerables calles cerradas y un par de drones.

No alcanza. Previo al arranque, un grupo de aficionados sin boleto intentan dar portazo e incendian una valla. Instantes de tensión que tardan en ser controlados por una autoridad que también presume sus más sofisticados ‘juguetes’ para tratar de evitar reyertas.

En cada puerta son instalados varios portafolios electrónicos. Todos los aficionados están obligados a colocar su pulgar derecho. Si el sistema prende una luz roja, se impide el acceso. Los artefactos están conectados a una gran base de datos en la que se encuentran las identidades de quienes protagonizaron algún desencuentro en un estadio alguna vez y fueron detenidos.

Hasta quienes llegan con el incómodo visitante se someten al ‘test’. Les da cierta confianza ver el operativo, sólo una pizca. Desaparece cuando el Monumental toma vida. El ‘Muñeco’ y sus futbolistas son los actuales monarcas de la Copa Sudamericana, cuyo sabor no se compara al de la Libertadores. También la de la protesta de los reporteros gráficos por la muerte del fotoperiodista Rubén Espinosa. Los candados de la Conmebol clasifican a los Millonarios al Mundial de Clubes. La final sólo ofrece el orgullo de ser campeón de América.

Suficiente para el local y su gente, que se las ingenia para entrar al estadio y hostigar al rival. Al cerrar calles por precaución, la autoridad construye un laberinto que retrasa la llegada. No de los Tigres, que son fuertemente custodiados. Entre sus invitados está Enrique Bonilla, presidente de la Liga MX.

Nadie en las gradas porta una camiseta amarilla. Se trata de un tono prohibido, ‘bostero’, en el recinto millonario. Muchos lo hacen en el Obelisco y Puerto Madero, donde se sienten a salvo, porque en la olla rojiblanca no hay espacio para otros colores, más si de por medio está la corona de América.

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