En 1950 Luis Buñuel estrenó Los olvidados. Solo tres días estuvo en cartelera. El impacto de la realidad que exhibía para la sociedad y el gobierno en turno fue abrumador y violento, tanto que grupos radicales como la “Liga de la decencia” lucharon por expulsar a Buñuel del país. Sin embargo, al año siguiente el Festival de Cannes le otorgó el galardón como mejor director y en 2003 la UNESCO declaró Memoria del Mundo al negativo original en nitrato de celulosa de la película. ¿Por qué la reacción original? Porque nada es más fácil al hombre que olvidar y desconocer su realidad. Así borra el vestigio, incomodidad, escozor, vergüenza y humillación que causarían reconocer el fracaso y la tragedia que padece, rechazando lo evidente, que no es otra cosa que su profunda descomposición humana.

Por eso es inútil declarar que la niñez y adolescencia son la etapa más importante de la vida humana y que el 33% de nuestra población es menor de edad si al mismo tiempo su condena es el olvido, como tampoco sirve a los jóvenes que se abran nuevos lugares en los centros educativos y logren obtener un certificado de estudios si, en caso de que egresen, la falta de oportunidades se estrellará con todo horror y crudeza en su rostro anhelante por empezar a construir una vida propia. Y es que, lamentablemente a 70 años de distancia, enfrentamos una sociopatía mucho peor y nuestros adolescentes, otrora protagonistas buñuelianos, siguen siendo eso: nuestros eternos olvidados y nadie mejor que ellos para reconocer que se sienten segregados, borrados por la sociedad y el Estado. Prueba de ello la movilización universitaria a raíz de la desaparición de Marco Antonio Sánchez Flores, alumno del Plantel 8 de la UNAM, cuya voz y grito unánimes, se suman a los de tantos otros jóvenes que se saben perseguidos, desoídos, repudiados, temidos, lo que nos habla de una sociedad en profunda crisis. Crisis porque anticipa que nunca se respetará la presunción de inocencia, porque ser jóvenes constituye la mayor vulnerabilidad, para lo cual serán letra muerta todas las convenciones internacionales signadas, las disposiciones constitucionales y los protocoles vigentes. Sí, crisis extendida en todos los órdenes porque nace en el seno familiar, en la pareja, en la transmisión de valores y en los proyectos de desarrollo humano hasta llegar al poder, la sociedad en pleno, la existencia misma. Crisis que agudiza la desintegración social que enfrentamos y para la que no tenemos cura.

Ninis, millennials, centennials, generación Z, así nos referimos a ellos, inventando nuevas y cada vez más absurdas y estridentes categorías, pero ¿cuándo con seriedad erradicaremos todos los peligros que les rodean: marginación, explotación, alcohol, drogas, sexo, reclutamiento y desaparición forzados, criminalidad y violencia de todo tipo? Hoy en día diversos organismos públicos y privados como la CNDH y la UNICEF reconocen que en la última década han sido asesinados casi 22 mil menores de edad –actualmente 4 al día-, 70% por arma de fuego, siendo el grupo más vulnerable el de 15 a 17 años -84% de los cuales era del género masculino, cuya tasa se ha triplicado en el último lustro-, y los estados con mayor índice Chihuahua, Estado de México, Guerrero, Sinaloa y Ciudad de México, lo que ubica a México en el quinto lugar de los países con mayor tasa de muertes entre 14 y 17 años de edad.

La vida es dura. Amarga y pesa, dijo Rubén Darío, pero más para la juventud.

bettyzanolli@gmail.com @BettyZanoll

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