Desde la primera imagen de Cold War (Zimna wojna, 2018) podemos notar un Pawel Pawlikowski distinto del que dirigió Ida (2013). Si en aquella película sus composiciones visuales se basaban en imágenes estáticas, lo primero que notamos en Cold War es el movimiento. Las manos de un cantante folclórico del oriente de Europa tocan un instrumento de viento. La cámara las observa, inestable, y comienza a subir hasta que se nos aparece un rostro que nos mira fijamente a través de unos ojos pálidos. Luego la cámara voltea a ver, también a los ojos, a un violinista. Ambos cantan sobre un hombre, probablemente borracho, que se ha quedado fuera de casa y le exige a la mujer, su esposa tal vez, que le abra la puerta. Por un momento uno pensaría que está viendo una película de Béla Tarr o de Aleksei German, pero Pawlikowski regresa pronto a su estilo usual, aunque rechazando la inmovilidad de su filme anterior. En cierta medida esta decisión refleja la trama.

Resulta que la perspectiva de esa primera toma es la de Wiktor (Tomasz Kot), uno de los protagonistas, que está recopilando los sonidos de la Polonia rural para crear una composición basada en ellos. Durante una audición que busca intérpretes para cantarla y bailarla, Wiktor conoce a Zula (Joanna Kulig) y parece inmediatamente atraído por ella. Pawlikowski nos cuenta a partir de ese encuentro —en el sentido más profundo— la historia de un amor que refleja el mundo en el que se sitúa. La Guerra Fría ha partido a Europa. A Zula y a Wiktor sus personalidades intensas los repelen tanto como los atraen mientras viajan por el continente: cuando lo hacen juntos, para separarse; cuando separados, para reconciliarse. Ese es el movimiento al que me refería antes. Si Ida fue la historia de una mujer en busca de abandonar la parálisis que le provocaba el pensamiento religioso, Cold War toma la dirección inversa: de la borrachera erótica a la quietud total.

Sin embargo hay algo que no me convence plenamente de las referencias políticas en el cine de Pawlikowski. Aunque en sus películas polacas los personajes están envueltos y definidos por la Historia —en Ida la protagonista busca la fosa donde los alemanes arrojaron los cuerpos de sus padres—, sus narrativas se concentran más en lo individual que en la relación de los personajes con su contexto. En Cold War pronto dejamos de ver la trama como alegoría de algo más grande y el ambiente se hace innecesario, sin embargo la consistencia de lo individual durante la mayor parte de las películas revela los verdaderos intereses del director: capturar las vidas silenciosas de sujetos intensos y celebrar el apasionamiento en la Europa comunista, usualmente asociada con la represión. Pawlikowski es un romántico que idealiza el erotismo y el baile y que rechaza así la rigidez del colectivismo.

La música resulta un elemento fundamental para este efecto. En Ida el jazz le otorga su liberación erótica a la protagonista, y en Cold War vierte al exterior los mundos internos de sus personajes. Ya sea que veamos a Zula y a Wiktor bailando arrebatados “Is You Is or Is You Ain't My Baby?”, de Ira Woods, o que ella explote cuando escucha “Rock Around the Clock”, de BiIl Haley & His Comets, la cámara se suma a la coreografía y busca incluirnos en las escenas. El director de fotografía Łukasz Żal logra encontrar siempre un encuadre valioso a pesar del caos —o tal vez gracias a él— y le da al guion de Pawlikowski la fuerza emocional que necesita para conmover a sus espectadores.

Quizás ese haya sido hasta ahora el mayor éxito no sólo de Cold War sino también de Ida. Pawlikowski crea un cine similar al de Carol Theodor Dreyer que no aspira a capturar la presencia inefable de lo divino como el maestro danés sino a observar la belleza del despojo. Sus personajes pierden sus biografías, sus amores, sus tradiciones, y él los captura en poses magníficas que, como las mejores fotografías de una exposición, nos cuentan vidas enteras en sólo una imagen. Su cine es una galería.

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