En memoria de Jesús
Silva-Herzog Flores

En mi columna anterior, compartí con ustedes los elementos centrales y el perfil de las nuevas directivas migratorias de la Administración Trump, dadas a conocer oficialmente en la víspera del viaje de trabajo de los secretarios de Estado y Seguridad Interior estadounidenses a México. Hoy, como mencionaba entonces, abordo acciones que se podrían instrumentar para hacerles frente. En este momento no se puede caer en la ingenuidad al diseñar una estrategia de respuesta y contención a las medidas que se ciernen sobre nosotros y nuestros connacionales en Estados Unidos. A pesar de que hay quienes se tragaron la lectura de que el discurso anual de Trump ante el Congreso moderó tono y mensaje, persiste su visión distópica del país, donde detrás de cada esquina hay un migrante dispuesto a cometer un crimen. Y su mención de que estaría abierto a una reforma migratoria no fue más que un recurso retórico para ganar tiempo y espacio político de cara a la oposición, como quedó más que en evidencia cuando a los pocos días se deslizó la decisión deleznable de que se separarán a madres de menores al ser detenidos en la frontera, un recurso más para sembrar miedo entre migrantes. ¿Cómo articular entonces respuestas mexicanas, sobre todo en un contexto estadounidense marcado por acciones de política pública predecibles e incertidumbre política?

De entrada, y sin menoscabo de el uso político que Trump da a la migración, lo polarizado que está el país y una preocupante sensación de que el espíritu de inquietud perpetua que históricamente ha imbuido a EU —y que el propio Tocqueville identificó como uno de sus resortes de renovación, movilidad y asimilación social— está siendo desplazado por uno que privilegia certidumbre y seguridad por encima de todo, hay que recordar que desde hace varios años todo sondeo ha demostrado un apoyo amplio y real a favor de los inmigrantes y la migración. Un par de semanas antes de los comicios de 2016, el Centro Pew encontró que 80% de todos los votantes —incluyendo 60% de quienes manifestaban su intención de votar por Trump— favorecían la ciudadanización de inmigrantes si ciertos pasos y requerimientos se cumplían. Y después de la elección, Quinnipiac, una de las encuestas barómetro en EU, reveló que 72% de todos los votantes apoyaban la legalización del estatus de indocumentados, con 60% de ellos a favor de concederles ciudadanía. Por ende uno de los ejes de acción mexicano tendrá que seguir siendo, junto con alcaldes, gobernadores y legisladores que apoyan políticas migratorias razonables en ambos partidos, hacer de una visión integral de la migración un imperativo moral (sobre todo con los llamados Dreamers) y económico (con jornaleros agrícolas y sector servicios), particularmente de cara al bloque moderado y conservador religioso que apoya una reforma. La construcción de coaliciones legislativas, a nivel local o federal, tema por tema, es clave. Además, tendremos que litigar, litigar y litigar. El pasado es presente; no hay que olvidar el gran resultado que le dio a México el que en el sexenio anterior, a través de nuestra embajada y red consular en EU, hubiésemos litigado, vía la figura del amicus curiae o amigo de la corte, en apoyo a recursos legales interpuestos por organizaciones de la sociedad civil estadounidense en todos los estados (Arizona, Georgia o Virginia, por ejemplo) en los que se aprobaron leyes antiinmigrantes, y que logramos detener o revertir. La posibilidad de que se deporten a no mexicanos a México sin duda tendrá que ser confrontada, en la línea fronteriza pero también en tribunales estadounidenses y foros multilaterales. No omito, sin embargo, mi preocupación por el impacto social, moral y diplomático que podría tener para nuestro país el que miles de indocumentados de terceros países estén en el limbo entre dos fronteras, por mucho que el origen de ello sean políticas aplicadas desde Washington y no la Ciudad de México. Y es inaplazable el diseño de mecanismos de acogida reales y eficaces —y no el kabuki que en este momento caracteriza a esa discusión en México— para los connacionales que sean deportados a nuestro país.

Enfrentamos un reto brutal pero también una oportunidad real. Tenemos cabezas de playa eficaces para instrumentar una estrategia integral, diplomática, jurídica y comunitaria, en gran parte a través de nuestra red consular, una red que hoy debe recibir todo el apoyo y los recursos que, más allá de la retórica, nunca ha recibido del Estado mexicano en el pasado. Si hay una ampliación de los dispositivos migratorios, usémoslos para reconstruir y fortalecer coaliciones —que las hemos tenido y tenemos— en EU. Avancemos con la sociedad civil estadounidense y con alcaldes en particular, una narrativa que reafirme el valor de los migrantes y la migración para el bienestar económico y social estadounidenses. No hay tiempo que perder.

Consultor internacional

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