Hace unas semanas (Hardcore Henry, 2015) como una invasión del videojuego en la estética cinematográfica. Conociendo a los amantes del videojuego —alguna vez fui uno—, estoy seguro de que muchas de sus cejas ya casi se encuentran fundidas con sus narices pero hay que admitir que salvo por inolvidables excepciones el videojuego es una forma basada en la estimulación más que en el placer estético. Jugamos videojuegos para hundirnos en un mundo distinto donde nos crecen los músculos, matamos con impunidad o se nos permite conducir enanos automóviles deportivos que quizá nunca veamos en las calles infestadas de topes de la Ciudad de México. El cine, cuando quiere — y vaya que Hollywood así lo quiere—, puede repetir los patrones del videojuego como en el caso de la mencionada Hardcore: Misión extrema o en el de las ilógicas, imposibles, pero infinitamente entretenidas cintas de Rápido y furioso. Pero por emocionante que resulte, este tipo de experimento difícilmente llega a poseer la originalidad suficiente como para convertirse en una obra significativa. Quizá Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. The World, 2010), de Edgar Wright, merezca cierta consideración pero su estilo es más una parodia que una apropiación. En cambio, videojuegos como Metal Gear Solid, Grand Theft Auto o Warcraft tienen menos problemas para adoptar el lenguaje cinematográfico, dados sus modestos propósitos: divertir. Es en esta sutil diferencia que se revelan las debilidades de Warcraft (2016), de Duncan Jones.

Cuando nos encontrábamos frente a las visionarias secuencias de video de, digamos, Warcraft III: Reign of Chaos, como videojugadores nos asombrábamos de las texturas, el movimiento, el diseño de los personajes, las composiciones épicas y las imágenes apocalípticas. El juego en sí era desafiante y complejo, con sus decenas de habilidades por cada unidad y las muchas distinciones entre las razas disponibles para jugar. En ese contexto la trama, un apéndice de las emociones suscitadas por el juego, parecía emocionante y razonable, pero una vez que el cine nos arrebata la interacción se evidencian las limitaciones narrativas. Al videojuego le podemos remover el cine y no cambia mucho pero si al cine basado en el videojuego le extraemos la participación nos encontramos con películas simplonas, tramas que dicen poco y una estética que se puede describir como exagerada o incluso machista. Basta ver las toscas formas de los personajes masculinos en la cinta de Jones, comparadas con las delicadas y sensuales líneas de las mujeres —orcas y humanas— para notar los deseos masculinos de los diseñadores. La vocación espectacular y complaciente hacia los admiradores de los videojuegos de Warcraft determina una película enteramente kitsch que resulta comparable no a otras fantasías medievales como El señor de los anillos de Peter Jackson o Game of Thrones, de HBO, sino a las películas de Ed Wood y las aventuras de El Santo.

Jones venía de dirigir Moon (2009) y 8 minutos antes de morir (Source Code, 2011), un par de cintas excéntricas y un tanto kitsch pero, precisamente por ello, de una originalidad notable —hijo al fin de David Bowie—. Warcraft sólo es excéntrica y kitsch, sobre todo para quienes desconozcan los videojuegos en que se basa. La escasa originalidad, presente en los diseños de los personajes y su mundo pertenece solamente, en este caso, a los diseñadores de Blizzard Entertainment. Esto no sería problemático si Jones no hubiera elegido representar a elfos y humanos con actores reales. La disparidad entre los monstruos y los humanos en la película es tan obvia que no se requiere de una especialización en semiología de la imagen para notar la pantalla verde alrededor de los actores. Gorona (Paula Patton), una mujer mitad orca, mitad draenei —no me pregunten qué es eso, por favor—, es la culminación del kitsch. Ni personaje digital ni enteramente natural, su maquillaje verde y el par de colmillos que salen de su mandíbula inferior configuran el mejor disfraz de orca sensual en una fiesta de Halloween.

El diseño podría ser excusable como un experimento afanoso por imitar las imágenes de los videojuegos originales pero hay una cantidad notable de elementos que rebasan la excentricidad típica de Jones y nos indican más bien una producción desordenada. Las dificultades que encuentra, por ejemplo, el inglés Dominic Cooper para hablar con acento estadounidense se encuentran con sus limitadas capacidades interpretativas —por no mencionar las de la Patton— en lo que sería ya una parodia de las secuencias animadas de los videojuegos. Ambos, e incluso Ben Foster —que cuando actúa en tono naturalista es capaz de dar roles memorables, como en El mensajero (The Messenger, 2009)— padecen la dirección de Jones, que parece exigirles desbordar el tono melodramático hasta el punto del sabotaje. Me pregunto, entonces, ¿por qué no mejor hacer una cinta enteramente animada? Los excesos de Warcraft no sólo serían menos obvios sino incluso necesarios: un personaje animado requiere de una mayor gestualidad para ser creíble. En cambio, la mezcla de imágenes digitales y reales resalta la artificialidad de todo, desde el vestuario hasta la arquitectura.

Por si fuera poco, Jones además acude a Ramin Djawadi para la composición musical y obtiene a cambio un sonido que resalta la maravilla y el horror, el suspenso y la melancolía, con una insistencia tal que en conjunto con la fotografía resulta en imágenes vulgarmente claras en significado. Si Jones nos quiere mostrar una torre inmensa, su cámara hace una toma en contrapicada que extrapole las inagotables dimensiones mientras un coro y la sección de cuerdas tocan un crescendo lleno de admiración. ¿Metáfora humorística de una potente erección o simple descuido? Es imposible saberlo pero, basado en las otras —y mucho mejores— cintas de Jones necesito insistir en la posibilidad del sabotaje. O quizá simplemente se trate de una imitación de las técnicas de los grandes estudios, es decir, un estilo enteramente comercial que explicaría la timidez de la violencia y la abundancia de los lugares comunes. Para el gran público más vale viejo conocido.

Hasta ahora no he hablado de la trama pero no hay mucho que decir: el mal se filtra entre humanos y orcos e intenta destruirlos desde dentro y entre sí. La de Warcraft es una historia de otredad cultural y, si nos ponemos políticos, racismo y territorialidad. Quizás alguien quiera ver la relación Israel-Palestina, puesto que se trata de un grupo de gente sufrida, los orcos, que busca establecerse en la tierra de otra gente, los humanos, los elfos y los enanos, pero eso requeriría de cierto esfuerzo. Ya mencionaba antes otras fantasías con las que la película resulta incomparable, como Game of Thrones, que es en su mayoría un excelente retrato de la política —o grillamedieval y contemporánea, mientras que El señor de los anillos es al menos una interesante fantasía con fuertes influencias cristianas (el anillo como la tentación, Sauron como el Oscuro). Mientras tanto Warcraft es, como el videojuego que la inspira, escapismo puro, y eso no es malo, pero aunado a sus cuestionables decisiones estéticas y sus muchos clichés, es una muestra de las diferencias entre los lenguajes del cine y del videojuego, del arte y del entretenimiento puro.

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