Aun antes de su estreno comercial en México, Desierto (2015), el segundo largometraje de Jonás Cuarón, es uno de los eventos cinematográficos más comentados del cine nacional. Quizá sólo el escándalo suscitado por Pink (2016), de Paco del Toro, pueda rivalizar con ese nivel de atención, pero en su caso se debe exclusivamente al morbo que causa una película de pensamiento medieval sobre la vida de los homosexuales. En contraste, la idea de que un Cuarón discuta la migración de mexicanos a Estados Unidos en una película es atractiva no sólo por las implicaciones del apellido sino porque además Desierto se estrena en un contexto que le da una relevancia aun mayor para comentaristas políticos, activistas y defensores de los derechos humanos. La próxima elección presidencial en Estados Unidos podría multiplicar historias como la que narra Desierto y eso le da a la cinta un peso político ineludible. Pero más allá de las apropiaciones y los signos, ¿merece una película ser el instrumento de un discurso político?, y, ¿debería ser Desierto la bandera de los inmigrantes de Hispanoamérica a Estados Unidos?

El arte es un reflejo de la realidad, no una herramienta de transformación. Memorias de un cazador, de Iván Turguénev, no desapareció la servidumbre en Rusia, al igual que La cabaña del tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, no emancipó a los esclavos de Norteamérica. El zar Alejandro II y Abraham Lincoln son los responsables —aunque no totalmente, como ninguna figura histórica— de llevar a cabo esas monumentales reformas en sus respectivos países. La acción política cambia el mundo; la acción artística lo captura para después liberarlo como pájaros inasibles y misteriosos que alcanzamos a llamar obras de arte. Desierto no va a cambiar el destino del migrante, y tampoco creo que podría si se lo propusiera. Escribo en condicional porque aunque Desierto busca conmover a su audiencia sobre las dificultades de cruzar ilegalmente hacia Estados Unidos, la mayor parte del metraje se concentra en el suspenso que siembra un cruel gringo mientras persigue y mata a un grupo de desesperados mexicanos, es decir, de no ser por las nacionalidades de sus personajes y la locación en que se sitúa, la cinta no se consideraría socialmente comprometida.

Vale la pena comparar Desierto con La jaula de oro (2013), de Diego Quemada-Díez, para esclarecer mi punto. En su película, Quemada-Díez robusteció la trama con decenas de anécdotas para enfatizar los peligros que esperan a los migrantes centro y sudamericanos en su paso por México hacia Estados Unidos. El resultado fue una recopilación del horror que comprime las historias reales de decenas de migrantes en las vidas de sólo tres de ellos. La exageración es innegable pero la consistencia en el tono de la película —franco y neutral, a pesar del melodrama— la mantiene a flote, mientras que sus escenas reflejan un interés en informar y conmover. En contraste, Cuarón establece sus temas en un puñado de escenas didácticas y sentimentales y dedica una vasta mayoría del metraje a las increíbles secuencias de persecución. Quizá sus intenciones sean buenas pero la película no las refleja. Más bien da la impresión de superficialidad y —no me atrevo a asegurarlo pero lo pienso— oportunismo.

No puedo pensar distinto de una película cuyo villano es un personaje no del todo demoniaco como el simbólico Anton Chighur (Javier Bardem), de Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007), ni del todo creíble, como el complejo aunque histriónico Bill Cutting (Daniel Day-Lewis), de Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002). Ambos son asesinos irrefrenables, uno debido a su equivalencia a la Muerte, y el otro porque representa la xenofobia estadounidense, sin embargo la inhumanidad de ambos es simbólica o psicológica. En Desierto, Sam (Jeffrey Dean Morgan), que se llama como un famoso tío, es un cazador de migrantes que escucha country, porta una bandera confederada, bebe Jack Daniel’s directo de la botella, entrena a su perro para matar y después de asesinar a algunos de esos sucios mexicanos remata diciendo: “Bienvenidos a la tierra de los libres”. Cuarón recopiló todos los clichés conocidos sobre los autoproclamados minutemen —los minutemen originales eran milicianos en la Revolución de las Trece Colonias— en un solo hombre cuya única motivación es limpiar la tierra que ha llegado a odiar debido a esos, de nuevo, sucios mexicanos. Sin embargo el documental Tierra de cárteles (Cartel Land, 2015), de Matthew Heineman, nos enseñó —quizá mañosamente, hay que decirlo— a un miembro real de los minutemen muy diferente de lo que nos presenta Cuarón. Sam parece un producto extraído de la imaginación colectiva que intenta comportarse como un ser real, pero no es el único.

Gael García interpreta a un migrante llamado Moisés —una referencia terriblemente obvia a la figura bíblica— que refleja su propia personalidad bonachona: cuando otro migrante se atora en una cerca alambrada, Moisés lo ayuda a pasar; cuando un hombre feo, obeso, sucio y sexualmente desatado molesta a una joven, Moisés lo confronta; cuando un compañero fuera de condición física se queda atrás, Moisés lo espera, y cuando parece que Moisés está a punto de cometer un acto egoísta o terrible, el joven profeta encuentra una manera de remediarlo y redimirlo. Los nombres y las acciones de los personajes resumen las ideas de la cinta: (El tío) Sam es malo y (el) Moisés (mexicano) es bueno. Los demás migrantes son víctimas, como lo representa Adela (Alondra Hidalgo), que fue obligada por sus padres a cruzar ante la violencia de su pueblo, sin pensar que se encontraría con un despiadado francotirador a las puertas de Estados Unidos.

Ante este simplísimo pensamiento se derrumban las aspiraciones de Cuarón, que en un comunicado de prensa dice haberse inspirado en Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956), de Robert Bresson. La comparación me sorprende porque la cinta de Bresson utiliza el tiempo para establecer un pensamiento absurdo, paralelo al de Albert Camus. La trama sigue a un hombre a punto de ser ejecutado que experimenta —y nosotros con él en las largas tomas— la terrible tensión de escaparse y quizá morir, o quedarse inmóvil y definitivamente morir. Ese es un cine que expresa sus ideas en la forma. Desierto, es una pena, no tiene nada en común con la obra de Bresson. En cambio, la película me recordó al clásico menor La prueba del león (The Naked Prey, 1965), del atlético Cornel Wilde, que inauguró las cintas de supervivencia donde un hombre es cazado por otros e inspiró Apocalypto (2006), de Mel Gibson. Las tres películas comparten el maniqueísmo de un individuo enfrentado a una sociedad y se concentran en las peleas, las persecuciones y los instantes en los que el protagonista es el único al que los villanos no le atinan con sus flechas, lanzas o rifles. Sin embargo, en sus momentos de lucidez La prueba del león busca igualar al hombre violento con las bestias de la jungla, que se devoran unas a otras, mientras Desierto sólo asegura la maldad de algunos estadounidenses —al menos libra la generalización en un áspero encuentro entre Sam y un oficial de la patrulla fronteriza— y la vulnerabilidad de los migrantes. Dudo que nadie haya pensado esto antes.

En honor a la claridad, entonces, mi respuesta a las dos preguntas que hice al principio es: no. Afortunadamente existe un par de películas que, si se insiste en buscar un estandarte cinematográfico para la causa de los migrantes ilegales, pueden aportar más: la mediana, aunque conmovedora El norte (1983), de Gregory Nava, y la esencial ¡Alambrista! (1977), de Robert M. Young. La primera es un melodrama cuyo guión abarca las experiencias de los migrantes en su tierra y durante y después del cruce a Estados Unidos. Su visión no es compleja pero es vasta y logra mezclar el sentimentalismo de una manera muy natural con sus temas; desafortunadamente padece de actuaciones bastante malas. Pero ¡Alambrista! es una obra extremadamente cerca de lo magistral que captura las eventualidades en el viaje de un joven michoacano a lo largo de Estados Unidos. Su estilo documental y su tono neutro le permiten mirar con naturalidad la muerte y el sufrimiento, la satisfacción y la esperanza. Esto la convierte en una obra original y genuinamente humana sobre lo que es encontrarse ajeno en una tierra extraña. Este, ya es claro, no es el tema de Desierto, pero, ¿no sería mejor conmover a los otros con lo humano, que nos iguala a ellos, en vez de acusarlos y resaltar las obvias diferencias?

Google News

Noticias según tus intereses