El evento cinematográfico más importante del año es —como suelen ser los eventos cinematográficos más importantes— totalmente convencional. La historia del cine mundial, que debiera ser la narrativa triunfal de nuestra creatividad, pareciera infectada por la insignificancia y el olvido en algunos de sus grandes momentos. Podemos ver los síntomas en el despreciable racismo de la obra que inventó el lenguaje cinematográfico moderno, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915); en la trivialidad del primer filme con sonido, El cantante de jazz (The Jazz Singer, 1927); en los innumerables clichés de Avatar (2009), que redefinió la captura de movimiento y la producción de efectos especiales, y finalmente en Beasts of No Nation (2015), el primer largometraje de Netflix, cuyo éxito decidirá si el internet es el mejor medio de distribución masiva para una película.

En una sociedad global sometida al puritanismo protestante de Estados Unidos, estamos condenados a imitar los patrones de censura de la “Tierra de los libres”, pero también estamos educados por sus ideales democráticos y liberales. Estados Unidos es un país extraño y su doble influencia, contradictoria y esquizoide, nos dificulta decidir qué es lo correcto, si es que tal cosa existe. Por un lado, sus Tipper Gore le atribuyen nuestros muertos a las cintas de horror que vemos, a los videojuegos violentos que jugamos y al agresivo heavy metal que escuchamos. Del otro lado, sus Marc Randolph y sus Reed Hastings, mediante Netflix, nos permiten acceder con libertad a los contenidos que deseemos. Dado que el capital obedece a los placeres de la mayoría, el streaming se ha convertido en un espacio sin guardianes de la inocencia donde los jóvenes no necesitan certificar su mayoría de edad para ver tantos genitales, tantas tripas, tanta sangre, como los haya disponibles. Si la democracia implica la libertad de elegir, el streaming es la democracia de los placeres. Allí nadie puede vetar, cortar ni moralizar. Todos pueden ver, escuchar y jugar.

Ante estas posibilidades, uno hubiera esperado que Beasts of No Nation fuera todo lo que no se puede hacer en el sistema hollywoodense, es decir, todo lo que pueda considerarse ofensivo o intolerablemente violento. Esto hubiera sido no sólo útil sino esencial para una película que busca representar la vida de un soldado infantil en alguna república africana. Sin embargo, su director y escritor, Cary Fukunaga, famoso por su trabajo en la serie de HBO True Detective, recurre a un estilo que si bien no oculta la violencia, tampoco enfatiza su crudeza como el de un Steven Spielberg o un Ridley Scott. Por supuesto, es absurdo pedirle a una película ser lo que no es, o exigir, como si se tuviera una sanguinaria necesidad de sadismo, que una obra enfatice más el horror, pero ante las presiones de Hollywood, que demanda el idealismo de cuerpos que no sangran y calibres que no destrozan, los espectadores del mundo merecen una imagen de los conflictos en África que no oculte el dolor ni se regodee en él: que lo capture y lo exhiba de manera inolvidable.

Aunque Beasts of No Nation abunda en violencia, su director evita acercarse demasiado a ella. Son pocas las secuencias donde la atrocidad conmueve por su realismo visual y psicológico —un visionario plano secuencia, en especial— pero son muchas las que nos ofrecen un refugio ante la realidad de estos niños que combaten en las ciudades y las junglas de África. Incluso hay ocasiones en que Fukunaga se muestra terco en retratar los momentos de alegría de estos niños, quizá para relajarnos y evitar las reacciones adversas a la sinceridad —y brutalidad— de una Ven y mira (Idi i smotri, 1985), de Elem Klimov, o una Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952), de René Clement. Pero hay que decir también que Beasts of No Nation no merece una comparación con el sentimentalismo de Hotel Ruanda (Hotel Rwanda, 2004) o Diamante de sangre (Blood Diamond, 2006). Si bien la violencia de Fukunaga no es peculiarmente aterradora, tampoco es tan complaciente como la de estos filmes aptos para (casi) toda la familia. Quizá La tumba de las luciérnagas (Hotaru no haka, 1988), de Isao Takahata, nos ofrezca un mejor punto de comparación.

Aunque se trata de una cinta animada, La tumba de las luciérnagas no le teme al horror y a la catástrofe. Al contrario, aunque en apariencia se trata de una fantasía infantil, su desenlace demuestra que la inocencia no puede sobrevivir en un mundo inhumano y violento. Stanley Kubrick acusó —injustamente, me parece— a La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) por ser la historia de un éxito, cuando el Holocausto es la historia de un fracaso. La cinta de Fukunaga padece de lo mismo. El romántico desenlace de Beasts of No Nation representa una esperanza ingenua, adversa a las entrevistas de Svetlana Alexievich, donde veteranos rusos le explican su regreso de la guerra en Afganistán ya no como hombres sino como sombras. En la guerra uno muere aunque sobreviva. Fukunaga desprecia esta noción en su última imagen, que sugiere un retorno a la inocencia con que comienza la película. En la primera escena del filme, Agu (Abraham Atta), el protagonista, juega con una “televisión de imaginación”: un marco vacío a través del cual se observa al niño y sus amigos inventando y actuando los programas. Al evocar la normalidad de la infancia, Fukunaga ignora el atroz camino que nos llevó al desenlace.

En sus mejores momentos, Beasts of No Nation demuestra ser en realidad la historia de un padre y un hijo; del carismático y perverso comandante (Idris Elba) y Agu, su inocente aprendiz. La relación entre ambos se basa en la educación y la obediencia, como entre todos los padres e hijos, pero culmina, como entre todos los padres e hijos, en la desilusión y la desobediencia. El padre no lo sabía todo, no lo podía todo. Al contrario, la imagen final del comandante lo muestra impotente y diminuto. En este sentido, Beasts of No Nation se parece más a El ídolo caído (The Fallen Idol, 1948), de Carol Reed. En aquel filme, un niño padecía el descubrimiento de que su modelo a seguir, su mayordomo, podría ser un asesino. En la cinta de Fukunaga Agu encuentra que las promesas del comandante son la ruina de sus “hijos”. En este ejército de niños perdidos y manipulados no hay libertad ni sueños, sino pesadillas y cadáveres. De haber enfatizado más este aspecto, quizá Fukunaga habría enriquecido a su cinta, pero en la indecisión entre la denuncia y la reflexión sobre una perversa idea de familia, su filme es otro blando capítulo en la historia del cine.

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