La tribu (Plemya, 2014), del ucraniano Miroslav Slaboshpitsky, es dos películas. La primera es un filme que en su homenaje al cine silente se construye sobre la impresión de lo nuevo. Actuada por sordomudos que sólo hablan el lenguaje de señas, la cinta resulta un examen del lenguaje hablado, que acaba expuesto como prescindible. Ante la ausencia de subtítulos, es mediante los gestos y los movimientos corporales que podemos comprender la trama. Un grupo que se sienta a beber en un ambiente amigable demuestra complicidad, de la misma manera que una mirada embotada y una sonrisa involuntaria significan el amor. El hacer se impone al decir. Aunque la trama, hay que decirlo, posee una sencillez que la hace fácilmente inteligible, en su simpleza existe una apariencia de complejidad que nos obliga a pensar en grandes declaraciones. Un estudiante ingresa a un internado para sordomudos y se hunde en el fango de una humanidad irracional, primitiva: tribal, como lo sugiere el título. El rito de iniciación entre los muchachos es una golpiza y la rutina de los jóvenes criminales incluye robar y prostituir. Como remedio a la violencia, el joven intenta amar pero fracasa. No es difícil encontrar en esta historia una multiplicidad de sentidos. Desde la denuncia de una humanidad con valores arraigados en la prehistoria hasta una crítica a la nación ucraniana, la película parece hablar con la misma intensidad que sus brutales imágenes. El lenguaje dramático resulta más ambiguo, más difícil de entender que el de las señas, pero sólo en esta primera película.

La segunda película contenida en La tribu se apareció la segunda vez que la vi: un melodrama drenado de intensidad porque en la repetición ha perdido toda sorpresa. Lo que en la primera ocasión resultó original y nuevo, en la segunda comienza a parecer un disfraz para una cinta ordinaria con menos elementos de una épica nacional que de un filme de crimen enaltecido por sus características formales: la frialdad de su fotografía, que encuadra a los personajes desde la distancia —raras veces se fija en sus rostros—; los colores deslavados que sugieren el deterioro no sólo de los edificios, sino de la sociedad misma; el movimiento que sigue a los personajes y los encuadra en simetrías rectas, cerradas; la edición pausada que permite a las imágenes fluir casi sin cortes. De cualquier manera, La tribu no deja de ser un filme construido con cuidado y con sentido, pero la primera experiencia de la película sugiere un alcance más vasto.

En entrevista con el sitio Twitch Film, Slaboshpitsky negó haber respondido con su filme a la reciente crisis ucraniana. Las tropas rusas entraron al país después de haber concluido la filmación. Quizá la película derive de los problemas nacionales anteriores a la intervención rusa, pero al parecer no era una intención consciente. La primera imagen resume este mundo, incluso fuera del internado, como un lugar gris, moribundo. El protagonista se acerca a una mujer en una parada de autobús para pedirle direcciones; a la derecha del cuadro aparece el cadáver oxidado de un automóvil. Mientras la mujer responde al muchacho, observamos que todos los autobuses que se detienen son de distintas marcas y colores. El transporte ucraniano parece desorganizado y decadente. Más adelante, la primera y única clase en la escuela da la impresión de centrarse en la geografía o la historia. La maestra toca a Ucrania en el mapa, lo cual nos sugiere que la nacionalidad es un tema importante en la clase y en la cinta.

Sin embargo, conforme progresa, la trama se encierra en sí misma y en su retrato de su sociedad tribal. Quizás el único elemento que vuelve a sugerir la frustración con el país es el viaje a Italia que motiva a la amada del protagonista y a su amiga a prostituirse. El silencio de los sordomudos refleja el ambiente de mudez y complicidad entre una autoridad escolar y los jóvenes gángsters, quienes venden a sus compañeras en las noches, extorsionan a los más débiles y abusan del protagonista por cometer el error de enamorarse. El ambiente opresivo sugiere, de nuevo, una atmósfera nacional, pero ya es difícil asegurarlo porque no recurren los elementos alusivos a Ucrania. Más bien, Slaboshpitski parece orientado a construir una visión de la educación media como purgatorio, más bien ajena a las tensiones geopolíticas de, digamos, El joven Törless (Der junge Törless, 1966), donde Volker Schlöndorff explora el imperialismo germano. Las únicas escenas que poseen alguna forma de ternura en esta realidad otra, oscura, son las que exploran la sexualidad del protagonista. Su torpeza es sinónimo de inocencia, y el placer no es una simulación comprada o pornográfica, sino el resultado del cariño.

Por supuesto, el amor en una sociedad como esta es improbable. Es tan sórdido como lo demás pero sólo un poco menos que la maternidad, uno de los instantes más grandes en la experiencia humana, que es degradado en la escena de aborto más terrible que haya visto en el cine. En tono con la frialdad del resto del filme, el aborto se realiza sobre una bañera descuidada. La paciente tarda más en lamentar su embarazo que la abortista en aliviarla de su hijo nonato. La rapidez, sin embargo, no es equivalente al dolor, que se nos transmite en gemidos inacabables, terribles. La abortista actúa con una insensibilidad que le evita siquiera gesticular y nos infecta con un horror inextricable.

Queda al final la pregunta: ¿Es La tribu una reacción a la realidad ucraniana? Inconscientemente, sin duda. Pero conscientemente hay elementos que apuntan a ello al principio y después se desvanecen. En sus épicas estadounidenses, Martin Scorsese no duda en insistir que sus criminales, ya sean los fundadores en Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002), los descendientes de irlandeses en Los infiltrados (The Departed, 2006) o los insensibles ladrones de cuello blanco en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), son delincuentes americanos. Iniciadores y herederos de las peores tradiciones de su país, sus personajes son sinónimos con la identidad nacional. La tribu suma el presente de un país azotado por su historia, pero no es una alegoría de sus desastres. En todo caso, se trata de una pesadilla que suma una verdad muy ucraniana, pero que en su retrato de la adolescencia se aproxima a una verdad compartida por todos: ser joven es ser violento, inmaduro y destinado a la desilusión.

La tribu se exhibe como parte del 35 Foro Internacional de la Cineteca Nacional. Consulte su cartelera.

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