El miércoles pasado celebramos en México el Día del Maestro. Muchas personas recordaron en la realidad y en la virtualidad a quienes fueron figuras clave en su formación y crecimiento. ¡Qué importante es la gratitud!

Yo quiero recordar hoy a un tipo de maestro que no ha estado usualmente en el foco de nuestra atención y es el maestro rural. Aquél o aquella que cruzó ríos y montañas, que caminó largos trechos en serpenteados caminos para llegar a una pequeña construcción de uno o dos salones enclavada en la sierra o en la selva. En esa construcción, la mejor del lugar, ondeaba la bandera.

Aún sin que se hubiera consumado el movimiento revolucionario, durante el gobierno de Álvaro Obregón se lanzó la mayor campaña de alfabetización de la que se tenga memoria. El derecho a la educación no era solo algo que ya había quedado plasmado en el artículo 3º constitucional, sino que tenía que ser una realidad para acortar la brecha de desigualdad que se había exacerbado durante el porfiriato.

Con Vasconcelos a la cabeza, este programa buscaba integrar a quienes habían quedado fuera del progreso porfirista que, como sabemos, benefició a las élites.

Maestros y maestras rurales lograron la hazaña de llegar a los lugares más apartados, a los remotos y aislados caseríos. El esfuerzo de alfabetización y construcción de escuelas continuó con los siguientes gobiernos posrevolucionarios. Fue marca distintiva del gobierno de Cárdenas. A la distancia se puede concluir que uno de los problemas que tuvo la política educativa de aquella época, fue que no valoró a las culturas indígenas porque se veía a México como una nación mestiza predominantemente. (La raza de bronce).

El maestro rural fue el factor central y la esencia de muchas comunidades. No solo enseñaba a leer y escribir, lo básico de las operaciones aritméticas y algunos rudimentos de historia y geografía. El maestro rural se volvía consejero, padrino de bautizo y boda, asesor en temas agrícolas y pecuarios. Ante las dificultades de volver al centro urbano de donde provenía, se arraigaba en la comunidad. En ocasiones, su compañera de vida también era maestra. Incluso sus hijos, en los primeros años, eran parte del alumnado en los salones multigrado. Después, los niños y niñas tenían que dejar a sus padres para continuar sus estudios en un centro urbano.

El tiempo pasó, llegó el progreso, se construyeron caminos y el maestro rural fue perdiendo el arraigo. También el titánico esfuerzo por igualar a través de la educación se fue relegando.

Hoy hay un gran rezago educativo en las comunidades rurales. Este se agrava porque el acceso a las nuevas tecnologías también genera mayor abismo. Durante la pandemia, lo que fue relativamente sencillo en el medio urbano, en el rural fue imposible. Las brechas se siguen abriendo; incluso la función de la escuela ha cambiado. En el medio urbano será cada vez más solo un medio de socialización. ¿Cómo podría imbuirse de nuevo la mística del maestro rural? Eso que llamaban apostolado, existió. Muchas comunidades de los Estados atravesados por la Sierra Madre siguen aisladas y necesitan maestros comprometidos. La educación sigue siendo la principal vía para terminar con las tremendas desigualdades existentes que podrían profundizarse aún más. Es necesario voltear los ojos hacia un México que, aunque usualmente solo vemos en estadísticas, ahí está y nos necesita.

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