El cine como una forma de exorcizar demonios. Cuando en 1971 el director Roman Polanski estrenó su versión de Macbeth, la crítica hizo notar cuán sangrienta era su película. Habían pasado ya tres años luego de que Charles Manson masacrara a la esposa de Polanski irrumpiendo en su propia casa y asesinándola con sadismo inaudito. Las sospechas de que Roman había usado esta cinta como una forma de exorcizar el trauma causado por esta horrible tragedia se confirmaron cuando en entrevista contestó a la pregunta de por qué era tan violenta su versión de Macbeth: “La obra es violenta y yo sé sobre violencia, debiste ver como quedó mi casa hace tres años”.

Indudablemente, el cine es la expresión inevitable de las angustias e inquietudes del director, y estas se hacen aún más evidentes cuando se trata de la adaptación de un clásico, en esta caso de Shakespeare: lo interesante aquí no es que tan fiel son estas adaptaciones al texto original, sino la forma en cómo las obsesiones particulares de cada autor se filtran en el resultado final.

En el caso de esta nueva versión, los cambios se notan desde las primeras secuencias. El australiano Justin Kurzel inicia con un Macbeth que está enterrando a su hijo recién fallecido, con el rostro desencajado en una mezcla entre coraje y dolor inauditos. A partir de ahí no saldrá más el sol: vendrá la profecía, vendrá la cruel y sangrienta batalla, vendrá la sed de poder y los ríos de sangre. El amor será reemplazado por la codicia. Kurzel le da un giro interesante a este Macbeth: la ambición de poder no es aquí un fin sino un medio para tratar de mitigar el duelo por un hijo perdido.

¿A quién le sostiene duelo el director? Luego de haber dirigido su ópera prima, Snowtown (2011), otra devastadora pieza sobre el caso real de un asesino en serie en Australia (muy a lo Charles Manson, por cierto), el padre del director falleció justo al finalizar el rodaje. En entrevista, Kurzel admite que su aproximación a Macbeth sería justo a través del dolor por la pérdida de un ser querido. Para Kruzel esa es la motivación del personaje, el dolor que lo llevará a la perdición absoluta.

Seamos honestos, si esta cinta no fuera protagonizada por dos estrellas de la talla de Michael Fassbender y Marion Cotillard muy probablemente no estaríamos volteando en esta dirección. Kurzel lo sabe y explota hasta la última gota de intensidad a su par de protagónicos.

Cotillard entrega lo que se espera de una Lady Macbeth: ambición, carisma, carácter, pero donde la actriz brilla es en su monólogo, donde proyecta una aparente calma que oculta la demencia tras la voz pausada y esa mirada que confronta al público cuasi rompiendo la cuarta pared.

En contraparte, Fassbender no sabe de sutileza alguna, toma por asalto cada cuadro en el que está presente desplegando una serie de emociones que se desbordan, desde el duelo inicial por la pérdida del hijo, la brutalidad de la batalla, la ambición motivada por el coro de las brujas, la pasión sexual con Lady Macbeth, el primer vestigio de locura con esa frase que retumba en la sala: “tengo mi mente llena de escorpiones”; pero sobre todo, en la mirada destrozada al ver cómo sus colegas regresan de la batalla para abrazar a sus hijos, una bendición que le ha sido negada.

La intensidad de su pareja protagónica va a la par del despliegue visual. El director no escatima en recursos visuales, crea atmósferas densas (al igual que la mente de sus personajes), claustrofóbicas, turbias. Todo, desde un inicio, está cubierto por una bruma que hace ver la batalla como una guerra de sombras, nubes densas que cubren el cielo, rojos vivos que inundan la pantalla, cortes en cámara lenta que parecieran detenerse en el rostro de un Fassbender que lo dice todo con la mirada. Es la entrada a la boca del lobo, a un infierno donde no habrá redención.

Visceral, crudo, siempre intenso, el Macbeth de Kurzel (que es en gran medida el Macbeth de Fassbender) está sobrecargado de emoción y exento de toda esperanza. Hoy tanto como ayer, el poder, la ambición, la traición y la locura van inevitablemente de la mano hacia una tragedia irrefrenable. Kurzel hace un Macbeth personal pero que cumple como fiel espejo de su época. Sirve además para enseñar a una generación de millenials impresionables que, contra todo lo que ellos pensaban, fue primero Shakespeare antes que su Game of Thrones.

Twitter: @elsalonrojo

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