La desigualdad es corrosiva. La historia de la democracia es la historia del compromiso intelectual del liberalismo con la igualdad recíproca de los individuos. El Estado social edificado en la segunda mitad del siglo XX fue la cúspide de ese enlace. Costó muchas vidas y grandes penurias. Requirió de esfuerzos titánicos de generaciones, de dos guerras mundiales y varias revoluciones, unas fallidas, otras triunfantes. La rusa y la china, principalmente. Estas últimas desembarcaron en los sistemas totalitarios más terribles que hayamos conocido, y el pánico de las élites occidentales a sufrir la misma suerte contribuyó a institucionalizar derechos y prerrogativas de las clases trabajadoras bajo el manto de la igualdad jurídico-política. La bien informada perspicacia de la nueva derecha occidental, de Thatcher y Reagan hasta hoy, pronosticó la deriva soviética hacia la democracia de mercado (bien autoritaria y corrupta, por cierto) y la astuta transformación china, e inició una pantagruélica orgía de destrucción de las políticas igualitarias y los valladares que detenían su retroceso. El fundamentalismo de mercado suplantó al liberalismo político genuino y se entronizó en los organismos internacionales que dictan las políticas económicas mundiales. La decisión del rumbo económico de las naciones fue arrebatado al electorado y sustraído de la política para recluirla en las bien blindadas oficinas de la tecnocracia. Que nadie se porte mal, pues ahí estará el vigilante para impedir el “gobierno por discusión” (J.S. Mill).

El lado oscuro de la lección son la limitación para aprender socialmente la autorregulación, la hipertrofia del ejecutivo y las instituciones “autónomas” (como los bancos centrales), el crecimiento salvaje de la desigualdad y la destrucción de los mecanismos cívicos y deliberativos de la democracia sobre el arreglo del espacio común y de los asuntos públicos.

Sin competencia exterior y desarmados los actores internos, las democracias se volvieron presa de las élites que, casi sin estorbo, han impuesto credos contrarios a la agenda igualitaria del liberalismo político y sus compañeros de viaje, como la socialdemocracia, el liberalismo cristiano, el pensamiento social-cristiano y el solidarismo. Ni que decir de las posiciones de la izquierda petrificadas en su impostura decimonónica. Estas doctrinas han sido mermadas, marginadas y esterilizadas para impedir su influencia en la política pública. Con este correlato ideológico, la reducción de la desigualdad conseguida en la posguerra cedió el paso a su aumento sostenido.

Las democracias han extraviado el valor de la igualdad que históricamente estuvo unida a ellas. Toda clase de fórmulas sectarias se mueven a sus anchas en esas aguas descompuestas: el comunitarismo, el libertarismo, los credos religiosos que abogan por la imposición de credos excluyentes, el racismo, diversas formas de nacionalismo y otros exclusivismos que promueven la desaparición de los fundamentos de la convivencia democrática: el diálogo como método de autogobierno y la decisión colectiva sobre el futuro común. Esta ruta lleva a la degradación de la política, a la corrosión de las estructuras democráticas, al desmantelamiento de las instituciones con las que nos regulamos y a la descomposición social. Eso es lo que estamos viendo; habida cuenta de esta corriente dominante, no debería sorprendernos el desprestigio de la política.

El futuro inmediato anticipa la agudización de la desigualdad a nivel internacional, principalmente por el giro que se ha adoptado en Estados Unidos y al que habrán de adaptarse los países más integrados a sus mercados. Los grupos más afectados carecen, en su mayoría, de organizaciones para equilibrar el poder. Si no hay un cambio de tendencias, y la organización de los afectados es indispensable para lograrlo, veremos la declinación progresiva de los sistemas democráticos. En México no hay un solo agente político de peso que ponga el punto sobre las íes.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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