El olvido y la indiferencia acompañaron los restos de los primeros caudillos. Llegaron a la capital en 1823 y, aún dentro de la Catedral, la cripta donde estaba la urna lucía cubierta de nidos de arañas, en medio de polvo, humedad y suciedad de roedores. Un tapicero y un peluquero iniciaron los esfuerzos para que años más tarde descansaran en un sitio digno. Texto: Angélica Navarrete R.