De nuevo América Latina está convulcionada, pero no es nada nuevo en sus escasos 200 años de existencia. Se independizó en un siglo XIX plagado de luchas fratricidas entre liberales y conservadores. El XX no fue mejor por la confrontación entre dictadores y aspirantes a la democracia, continuada en la asfixiante Guerra Fría en la que Estados Unidos apoyó, sin remordimiento alguno, a regímenes sanguinarios aliados a su lucha anticomunista. El remate fue la “Década Perdida” de 1980, caracterizada por la caída del precio de las materias primas, impagable endeudamiento, inflación galopante, etc., que significó estancamiento y pobreza. La imposición del “Consenso de Washington” por el FMI, el Banco Mundial y EU como condición para renegociar las deudas externas, aunado a la gran demanda asiática de materias primas, dieron la apariencia de estabilidad y bonanza económica. Sin embargo, la nueva caída de esa demanda y los efectos negativos del deshumanizador neoliberalismo, provocaron una nueva década perdida a partir de 2012. Uno de esos efectos fue la agudización del mal endémico de la pésima distribución de la riqueza.

En efecto, a la par de la concentración del 99% de la riqueza global en solo el 1% de la población mundial (Oxfam), el 48% de la riqueza de AL fue acaparado por el 1% de sus ricos. En México, al igual que en Chile y Colombia, el 10% concentra el 64%. En Argentina, Brasil y Perú es peor porque el 70% está en manos del 10% de sus habitantes. Por ende, la Cepal indica que nuestra región tiene 184 millones de pobres, de los cuales 62 millones viven en pobreza extrema. El 45 % de los mexicanos son pobres, y entre el 10 y 15 % son pobres extremos, situándonos al nivel de Bolivia y Honduras. En 7 países el 50% es pobre; en 6 lo es el 30%, y en otros 4 el 20%. Ante la trágica realidad de ser la región más desigual del planeta, no sorprenden los actuales conflictos político-económico-electoral-sociales de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Perú, Uruguay, etc., ni la violencia y criminalidad en México y Centroamérica, o la masiva migración forzada de los últimos años.

Aunque hay causas y condiciones propias de cada una de las 42 naciones de América Latina y el Caribe que conducen a una permanente crisis de inestabilidad, se puede identificar un origen común en todas ellas.

En su estupendo libro ¿Por qué fracasan los países?, David Acemoglu y James Robinson destacan que, en los países en desarrollo que fueron colonias, las metrópolis implantaron estructuras de dominio de unos pocos sobre las mayorías, así como un sistema internacional de centro-periferia, también ventajoso para pocos países y desventajoso para los demás. A pesar del fin del colonialismo, el mundo sigue dominado por las exmetrópolis y, peor aún, las elites autóctonas, para enriquecerse y forjar su poder, crearon nuevas estructuras de dominio similares a las coloniales. Eso explica que, aunque la democracia electoral se ha establecido, los datos anteriores demuestran que no ha sido el caso de las de tipo económico, social y cultural. A pesar de la existencia de gobiernos de izquierda que prometen erradicar las inequidades, también, paradójicamente, repiten el esquema de dominio de unos cuantos. Dado que en las oligarquías de derecha e izquierda se concentra el poder, la riqueza y la corrupción en una elite, persiste la desigualdad y el malestar ciudadano.

Esas dos formas de gobernar también son copia de ideologías y paradigmas de otras partes del mundo que, como no responden a nuestras realidades e idiosincrasia, fracasan. Como no tenemos un modelo de desarrollo auténticamente latinoamericano y democrático, vivimos en crisis permanente.

Internacionalista, embajador de carrera y académico

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