En Washington D.C. se utiliza mucho la palabra “decency” para referirse al comportamiento de los políticos, aludiendo con ella a su respetabilidad, moralidad, honestidad, modestia, civilidad, cortesía, buenos modales, etc. Todo ello estuvo ausente de la Casa Blanca en los últimos cuatro años, pues la presidencia de Trump ha sido una horrenda anomalía.

Su origen mismo fue doloso: un arrogante magnate con larga historia de deshonestidad y conducta fraudulenta que, para saciar su narcisismo, manipuló el resentimiento de los marginados a fin de llegar a la Casa Blanca. No contó con proyectos estructurados de gobierno o para atender las demandas de la base electoral que forjó entre blancos pauperizados, sin estudios universitarios de zonas rurales, que fueron seducidos por su retórica emocional antinmigrante, xenófoba, racista, sexista y nativista. Fomentó la polarización y el odio racial para desviar la atención de los grandes problemas del país, convirtiendo su errática e impredecible gestión en un circo mediático plagado de mentiras y fake news. El permitir que EU se convirtiera en la nación mas devastada por el Covid-19, patentiza su demagogia, irresponsabilidad e ineptitud.

Su gobierno fue disfuncional y unipersonal, marcado por la improvisación, el autoritarismo, la corrupción y el nepotismo. El atropello a la Constitución, a las leyes, a las instituciones, a la ciencia y a los medios de comunicación, puso en peligro la democracia. Las renuncias y despidos de funcionarios, así como su prepotencia y excesos, mostraron que confundió los intereses nacionales con los personales. Como su principal motivación fue el poder, hizo lo inverosímil: aceptó o toleró la injerencia rusa para ganar las elecciones, y para reelegirse presionó al presidente de Ucrania a fin de que iniciara un juicio contra el hijo de su contrincante demócrata. Sus arbitrariedades y desmanes lo hicieron acreedor a un juicio político, del que -como en otras fechorías- salió bien librado gracias al abuso de las facultades presidenciales, al dinero y la sumisa complicidad de los lideres republicanos.

Su desconocimiento e inexperiencia en lo internacional, se agravaron por la carencia de un proyecto de política exterior, limitándose a un burdo y populista “America First”, que significó patear a los aliados, liquidar el liderazgo de su país, socavar el multilateralismo, ignorar los graves problemas del mundo, y tensar al sistema internacional con pleitos callejeros, principalmente con China. Como manipuló lo externo para complacer a su base aislacionista y xenófoba, México fue una útil piñata política para afianzar su popularidad: los mexicanos no habíamos sido tan denigrados por un presidente estadounidense desde el siglo XIX. Canadá y su Primer Ministro recibieron trato similar. Aunque su embestida antimexicana fue atemperada por una cuestionable política de “apaciguamiento” del gobierno de López Obrador, ambas cosas serán un oscuro episodio de nuestra historia binacional.

A pesar del infame intento de desacreditar las elecciones con falsos argumentos de fraude, la democracia estadounidense resistió el embate del nocivo populismo trumpiano, que será, como lo indiqué en un artículo anterior, un mero bache en el camino del que regresaremos a la normalidad, a la sensatez y a la decencia en la conducta presidencial. Ojalá que el celebrado triunfo de Joe Biden sea el inicio del fin del nuevo capítulo de populismo fascistoide, y que se aprenda la lección de no abandonar a amplios sectores de la sociedad, puesto que —como lo demuestra la historia contemporánea— son el campo fértil para el florecimiento de los demagogos.

Internacionalista, embajador de carrera y académico.

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