El internacionalista estadounidense, John Ikenberry, considera que una de las claves de la coexistencia pacífica entre México y EU es la sorprendente compatibilidad entre sus gobernantes, que se dio desde el siglo XX. Ello no es casual, sino la obligada realpolitik de los mandatarios mexicanos para proteger la soberanía, y a sí mismos. Ese pragmatismo lo inició Porfirio Díaz, y lo mantuvieron los siguientes gobernantes, quienes flexibilizaron las metas nacionalistas de la Revolución de 1910 para evitar agresiones diplomáticas y militares. Las convergencias llegaron a ser tan marcadas, que incluso propiciaron una alianza durante la Segunda Guerra Mundial.

La compatibilidad se acentuó en la Guerra Fría porque EU se convirtió en una superpotencia renuente a la discrepancia, especialmente de un vecino, cuya estabilidad e importancia geoestratégica incidían en su seguridad nacional. Aunque con altibajos, la concordancia se dio desde los gobiernos de Alemán hasta el de Díaz Ordaz, pero el populismo de Echeverría y López Portillo causó serios problemas bilaterales y a la economía nacional. Lo anterior y la revolución conservadora de Reagan, hicieron incompatible su agenda con la de De la Madrid, surgiendo fuertes tensiones. La armonía se reestableció merced a las afinidades entre Bush padre y Salinas, tendencia que se mantuvo durante los mandatos de Zedillo y Clinton, y de Bush hijo y Fox, pero fue alterada por las discrepancias ideológicas entre Calderón y Obama. Otra notoria incompatibilidad emergió entre Peña Nieto y el populismo nativista de Trump, que nuevamente enturbió los nexos políticos.

A pesar de las abismales diferencias entre Trump y López Obrador, se logró un modus vivendi gracias a que ambos gobernaban de forma unipersonal y populista. Una pragmática obsecuencia en aquellos temas que, por incidir en sus intereses político-electorales, eran prioritarios para Trump, permitió atemperara al impredecible presidente tóxico y llevar la fiesta en paz. Sin embargo, la elección de Joe Biden traerá grandes cambios que, por razones de forma y fondo, no anticipan mucha compatibilidad.

En cuanto a la forma, hay malestar entre los demócratas porque consideran se respaldó al derrotado Trump; se aceptaron dócilmente, tanto sus imposiciones en la negociación del T-MEC, como su inhumana política migratoria; se realizó una inoportuna entrevista presidencial en plena campaña electoral; se retrasó ofensivamente felicitar al nuevo mandatario; se envió una fría y solemne carta que, innecesariamente, invoca la no intervención como para curarse en salud, etc. Respecto al fondo, como son promotores de la democracia, los derechos humanos, la protección del medio ambiente, el Estado de Derecho, el feminismo, etc., la agenda bilateral regresará al cause institucional, no limitándose a los pocos temas electoreros de Trump. Igualmente surgirán desacuerdos respecto a ciertas partes muy trumpianas del T-MEC, sobre cuestiones laborales, energéticas, ambientales, de seguridad, de genero, de inversiones, sobre Venezuela, etc. A diferencia de su antecesor, Biden volverá a tomar en serio el papel de su país en el mundo, y nuestras bastas relaciones binacionales. Un claro indicio de las futuras turbulencias, es la renuncia de nuestra embajadora en Washington: conociendo la capacidad y profesionalismo de la querida colega Martha Bárcena, deduzco que no lo hace por los retos que se avecinan, sino porque algunos no quieren ver esa realidad, ni toman en cuenta las opiniones de los experimentados profesionales. Negar, como en otras tantas cosas, la realidad, conducirá al fracaso, tal como le ocurrió a Trump.


Internacionalista, embajador de carrera y académico.

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