Cuando George W. Bush llegó a la presidencia de Estados Unidos, estaba en su apogeo un discurso que conminaba a las personas a pensar positivamente, y les aseguraba que de esa manera conseguirían que les fuera bien en la vida, que se hicieran realidad sus deseos y hasta ser felices, algo que por cierto, como explica Pascal Bruckner, se convirtió en un deber: había que vivir en la euforia perpetua. Si te dices a tí mismo que las cosas están bien, las cosas estarán bien; si te dices que puedes, entonces puedes. A los niños y a los trabajadores se les debía decir que son maravillosos aunque fueran flojos o tontos. Hoy no cumpliste pero mañana seguro harás tu tarea muy bien, ¿verdad Juanito? Si se quería ser rico o famoso o hermoso, solo había que desearlo de verdad y listo, seguro sucedería.

Bush se creyó tanto esto, que definía su propio trabajo como mandatario dedicado principalmente a inspirar confianza, dispersar dudas e inflamar el espíritu nacional de autocongratulación. Y obligaba a sus colaboradores a lo mismo, sin permitirles manifestar ninguna preocupación o duda. Incluso después del atentado del 11 de septiembre, siguió afirmando que todos los problemas se iban a resolver.

Esta parece ser la misma receta que se nos está aplicando a los mexicanos: si te digo una y otra vez que eres pueblo bueno, a lo mejor y hasta te lo crees y serás bueno. Si te digo que gracias a que te has portado muy bien como ciudadano estamos controlando la pandemia, seguramente lo vas a creer y entonces la podremos controlar. Si digo que los jóvenes dejarán la delincuencia porque se les van a dar oportunidades de estudiar y trabajar, seguro ellos van a preferir esto que aquello. Si insisto una y otra vez en que vamos bien, en que la seguridad ha mejorado, en que los delitos han disminuído, esto se hará realidad.

El discurso del Presidente sigue punto por punto este modelo pedagógico para los demás y sicológico para sí mismo, que consiste en decir una y otra vez lo que se desea y estar convencido de que así se volverá realidad.

Por eso el mandatario puede afirmar cosas como “me siento satisfecho de lo alcanzado”, “la epidemia pierde intensidad”, “la economía se está recuperando”, “esto que hemos hecho es un modelo inédito en el mundo”, “estamos mucho mejor que otros países”, “el pueblo de México está feliz”.

Como afirma Barbara Ehrnreich, según ésta filosofía, los pensamientos positivos harán que las cosas sean buenas. No es necesario hacer análisis, calcular riesgos, prever presupuestos y escenarios, escuchar a los que saben, pues basta con ser optimista. Y quienes no lo ven así, son conservadores, amargados consigo mismos y tóxicos con los demás.

Pero lamentablemente, las cosas no son tan sencillas. La historia se lo demostró a Bush: los periodistas de la revista Newsweek le advirtieron que se preparaba un atentado pero no los escuchó. Varios estudiosos le advirtieron del huracán Katrina y de la crisis financiera que estalló en 2008, pero no los escuchó. No los quiso escuchar porque ello iba en contra de su visión según la cual “todo estará bien durante mi mandato”.

Como dice Karen Cerulo: “Pensar positivo impide estar preparados e incluso invita al desastre” pues no te permite ver las señales ni prepararte para los problemas, lo que a fin de cuentas, es siempre el mejor camino, aunque no suene tan tranquilizador ni tan bonito.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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