La semana pasada me referí en este espacio a los comentarios agresivos de algunos lectores de esta columna, y ello me hizo preguntarme cuándo y por qué se instauró en nuestra cultura el derecho (y hasta parece que la obligación) de insultar.

Cuando empecé a escribir en EL UNIVERSAL, se abría en nuestro país la posibilidad de criticar a los funcionarios, con excepción del Presidente, algo que hasta entonces era impensable o se pagaba con la vida. Unos años más tarde, la excepción dejó de serlo y al contrario, como dijera Carlos Monsiváis, hablar mal del mandatario pasó a ser casi un deber.

Esto rompió el dique y, a partir de entonces, fue tal el incremento de críticas que el presidente Calderón pidió que no se hablara tan mal porque le hacía daño a la imagen de México en el extranjero.

En ese entonces, aquellos a quienes criticaba me mandaban personalmente o a través de sus encargados de comunicación, sendas cartas al periódico para decirme que no había yo entendido bien lo que estaban haciendo y me lo explicaban. Y también los ciudadanos empezaron a mandarme cartas o faxes para mostrar su acuerdo o desacuerdo con mis opiniones y siempre lo hicieron en términos respetuosos. Al comenzar el siglo XXI esto cambió. Los funcionarios decidieron que no respondían más a las críticas y quejas de los ciudadanos y los lectores decidieron que ya no tenían por qué respetar.

Y es que gracias a las nuevas tecnologías, ya no tenían que solamente consumir los contenidos de quienes teníamos un espacio en los medios, sino que ellos mismos podían crear los suyos.

En 2004 ya me quejo en un artículo de que los lectores hayan decidido que pueden insultar, en 2008 lamento que Andrés Manuel López Obrador insulte al presidente, en 2009 pido a los diputados legislar sobre eso, pues el respeto a la libertad de expresión es una cosa y el insulto otra. Esto por cierto, lo reiteré aquí hace algunas semanas, cuando el creador del grupo FRENAA insultó al presidente López Obrador, pues en mi opinión, al insultar a la investidura presidencial nos ofende a todos los mexicanos, estemos o no de acuerdo con las posiciones del mandatario.

Hoy vemos que el insultadero ha crecido a niveles inimaginables, desde que los propios medios abrieron espacios de participación y que en ellos hay anonimato. Pero también, como dice Patricio Moya Muñoz, desde que las personas se dieron cuenta de que ésta ya no solo es una forma de decir lo que se piensa, sino sobre todo, de relacionarse con otros, perfectos desconocidos con los que se interactúa de manera violenta, lo que nos habla de la sociedad actual y sus soledades.

Lo grave sin embargo es a donde esto lleva, pues más allá del comentario al pie de una nota, lo que se genera y reproduce es un clima social de violencia. “Línchenlo para que aprenda” le grita una señora a sus vecinos cuando se enojan con un policia; “dale duro” le grita otra señora a su hijo cuando discute con alguien por un problema con el auto, a golpes e insultos responde una usuaria del transporte público a quien le pide que use tapabocas.

Y como escribió Eduardo Guerrero: “La violencia tiene un carácter epidémico, si se descuida y la epidemia cruza ciertos umbrales de crecimiento, se vuelve algo incontrolable y reducirla a sus niveles previos resulta muy complicado”. ¿Habremos ya cruzado esos umbrales?

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefchovich.com