Hay algunos lugares comunes sobre la violencia que nadie cuestiona. Uno de ellos sostiene que la volencia genera más violencia. Fue a partir de esa idea que se decidió que el gobierno del presidente Calderón es responsable de que ella hubiera aumentado de manera exponencial cuando se la quiso combatir.

A partir de esa idea, el presidente López Obrador manda a los soldados, policías y guardias nacionales a enfrentar a los delincuentes sin armas y con órdenes estrictas de no responder a las agresiones. De ser cierta esa hipótesis, la decisión tomada por el presidente de no responder a la violencia con violencia sería acertada y ya tendríamos que estar viendo una disminución de esos hechos en los meses que lleva su gobierno, pero no es así.

Otro lugar común es el que sostiene que no es cierto que el país esté controlado por cárteles y traficantes de drogas, armas y personas perfectamente organizados, que eso es puro cuento, que se trata de una narrativa inventada por el propio Estado para mantener asustada a la población y que la realidad es otra: “Que los traficantes han estado históricamente subordinados al poder político y no disputan ni ese poder ni la dirección del Estado”, ya que éste tiene y mantiene todo el control. De esa idea deriva la que asegura que si el Estado no acaba con la violencia es porque no quiere pues no le conviene, ya que son los políticos los que más negocio hacen con el narcotráfico y la delincuencia organizada.

De nuevo lo mismo: de ser cierta esa hipótesis, con el cambio en el gobierno ya se habría terminado con esas complicidades y ya deberíamos ver una disminución importante de los hechos violentos, pero no es así.

Un lugar común más sostiene que la violencia no es tan grave como nos las quieren hacer creer los medios de comunicación, que lo que quieren es vender y además, siguen las instrucciones de Estados Unidos sobre cómo se debe comunicar el problema, haciéndolo más grande de lo que realmente es. El objetivo de hacer las cosas así es el de despolitizar los conflictos domésticos y tapar la enorme corrupción e ineficiencia y en lugar de eso, convertir al narco en el enemigo que amenaza a la sociedad en general y no solo a la élite gobernante.

Insisto: de ser cierto esto, habiéndose terminado esa mentira de la narrativa oficial y esa corrupción que la alentaba, tendríamos que estar viendo una importante disminución de la violencia en el país, pero no es así. En conclusión, si bien es poco tiempo para que el país esté completamente pacificado, de ser ciertas las hipótesis, ya se notaría algún cambio en las tendencias de la violencia y eso no ha sucedido. Más bien ha sucedido lo contrario y los hechos de violencia han aumentado y mucho.

Por lo tanto, podemos concluir que ninguna de estas hipótesis ha resultado cierta. Y que ni los cárteles son un invento propiciado por el Estado para tapar su complicidad con el delito, ni el gobierno podría acabar con ellos si quisiera, y ni siquiera es quien controla la narrativa. Lo que vemos en cambio es que los poderosos son los delincuentes y que ellos deciden cuándo, dónde y cuánto ejercen la violencia, así como lo que quieren decirnos a la sociedad. Lo vimos cuando en Tamaulipas ninguna gasolinera le quiso despachar a los soldados, en la manta en Uruapan que le ordenaba a “la gente bonita” seguir con su rutina y en que el huachicol sigue tan campante, pues según información de Pemex, “el número de tomas clandestinas ha tenido una variación poco significativa y en el caso del robo de gas incluso se han incrementado más de 200 por ciento”.

Por eso la propuesta de desaparecer los poderes en algunos estados de la República porque en ellos hay mucha violencia; no es para evitarla, sino para quitar del camino a los opositores. Porque es un hecho que diga lo que diga el gobierno, no puede con los delincuentes.



Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

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