El presidente adelantó hace varios días algo que va a decir hoy: que los mexicanos somos felices. Es más: muy felices.

Tiene razón. Porque a pesar de la inseguridad, la economía, el pésimo sistema educativo y la pésima atención a la salud, seguimos nuestra vida: vamos a la escuela, el trabajo, gimnasio, teatro y restorán, iglesia y parque, celebramos bodas, bautizos y quince años, jugamos futbol, escribimos libros y creamos arte, nos entretenemos y divertimos, compramos y paseamos como lo demuestran las altas cifras de ocupación hotelera y las playas que negrean de personas durante las vacaciones; los auditorios, palenques y recintos de espectáculos llenos, los cada vez más centros comerciales atestados.

Aunque parezca increíble, la televisión anuncia la belleza de los paisajes de México aún en los lugares donde campea la violencia: “Visite Michoacán”, “Venga a Culiacán con sus sitios paradisiacos como su Jardín Botánico”.

Que seguimos como si nada, se vio cuando hace unos años unos delincuentes le prendieron fuego en pleno día a un casino en Monterrey y murieron muchas personas. Pero los negocios de juego de los alrededores siguieron funcionando como si nada. “¿Aquí sí está todo seguro?”, preguntó una mujer al llegar al casino que estaba a la vuelta del que había sido incendiado una hora antes. “¿Por qué?”, le contestó el guardia sorprendido. “Ya ve lo que pasó acá”, dijo apuntando con el pulgar hacia la columna de humo que se levantaba del edificio quemado. “No se preocupe, adelante”, la invitó cortés. Y ella entró tranquila.

Así vivimos, así hemos decidido vivir: pretendiendo que lo que pasa todavía es soportable.

El periodista John Carlin escribió: “Lo que más llama la atención en México, cuando uno se para a pensar un momento, es que la gran mayoría de sus ciudadanos se despiertan en sus camas por las mañanas, se lavan los dientes, desayunan, se van al trabajo en coche o en autobús o en metro o a pie, comen su lonche a mediodía, vuelven a casa, cenan, ven televisión, van a dormir, y mañana se repite la historia. La vida de los mexicanos es, en la mayor parte de los casos, de una rutinaria normalidad. A pesar del contexto de ultraviolencia que ha generado el narcotráfico en México, no reina la anarquía sino que es una sociedad que funciona y la gente en general se porta con decente moderación”.

De modo que, Andrés Manuel parece tener razón. Lo que sin embargo sería importante decirle, es lo mismo que le dijo el atleta que pronunció un discurso cuando se convocó a los que participaron en los juegos Panamericanos de Lima. El muchacho le dijo que su triunfo no tenía nada que ver con la 4T sino con su propio esfuerzo y disciplina. Algo similar vale para nuestra felicidad: que no depende del gobierno, sino de nuestra forma de ser. Pues aunque según las encuestas los ciudadanos consideramos a la inseguridad como el peor de los problemas (por encima del desempleo y la pobreza), parecemos aceptarla como parte de la existencia.

Y esto no es de hoy, ha sido así siempre. Ya sucedió en los momentos más difíciles de los siglos XIX y XX. Y cuando los estudiosos quieren explicarlo, no pueden más que aducir que así somos.

Esto tiene su lado bueno y su lado malo. El bueno es que podemos seguir viviendo sin cortarnos las venas como deberíamos hacer si tuviéramos claridad de lo que pasa. Si la tuviéramos, viviríamos “con temor y desaliento”, esperando “los partes de guerra” como dicen algunos. Lo malo es que, como afirma Ileana Dieguez, es que esto no va a parar mientras sigamos así, pues “La violencia se alimenta de la indiferencia”.

De todos modos, que seamos o no felices no le compete al gobierno, pues como escribe el jurista Hans Kelsen: “La felicidad es algo individual, subjetivo”. Lo que esperamos del gobierno es que cumpla con lo que le toca hacer y nuestra felicidad llegará sola cuando lo haga y lo haga bien.


Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

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