La jefa de gobierno ha anunciado la suspensión de 6 policías por supuesta violación de una joven. No son los únicos, hay otros cinco en la misma situación por la misma acusación.

La medida es preocupante, porque si bien no sabemos si son o no culpables, pues eso se decidirá cuando se termine la investigación y se les juzgue, mientras eso sucede (y los procedimientos, ya lo sabemos, son largos) no se les puede dejar que anden por allí. Y todo indica que andan por allí, pues aunque un funcionario dice que “están confinados”, otros aseguran que siguen “desempeñando sus funciones”.

No hay que ser sicólogo para saber que ser policía, haber sentido el poder del uniforme y de la pistola al cinto y andar suelto después de recibir una humillación pública, no puede ser cosa buena. Baste con recordar casos similares para saber del riesgo que eso significa para la víctima, para sus familiares y para toda la sociedad.

Una sociedad, por cierto, en la que hechos de esta naturaleza siguen siendo moneda corriente, con todo y los discursos y compromisos de las autoridades.

Uno de ellos tuvo que ver con tres menores que fueron secuestradas por 15 policías de Tláhuac, quienes las violaron tumultuariamente y las pusieron a lavarles la ropa, prepararles alimentos y atenderlos.

Cuando los detuvieron, la juez sometió a las víctimas a careos con sus agresores, en una larguísima diligencia en la que se permitió la entrada a parientes y amigos de los acusados, quienes las insultaron y amenazaron a ellas y a sus defensores. La cosa llegó tan lejos que los abogados de los policías “interpretaron” lo que ellas decían y terminaron por convertirlas no solo en culpables sino incluso victimarias.

Otro caso fue el de una maestra a la que varios sujetos asaltaron adentro de un taxi que había abordado a la salida de su trabajo y unas horas después arrojaron su cadáver a la vía pública. La historia fue parecida: medio centenar de personas se presentaron en el juzgado para amedrentar a los testigos y hasta hicieron un ritual de santería que duró las mismas ocho horas que el interrogatorio. En un momento, la esposa de uno de los detenidos se acercó con su niño a la barandilla y dijo: “Mira, ese hijo de su puta madre fue el que agarró a tu papá”. A lo que el pequeño respondió: “Cuando sea grande lo voy a matar”.

Una y otra vez vemos que los delincuentes en este país cuentan con la protección y hasta la bendición de sus parientes y amigos. No importa si son ladrones de combustible, narcotraficantes, violadores o criminales de cualquier tipo, no se considera que hicieron algo malo, sino que se les ve como héroes porque benefician a los suyos, de modo que cuando los detienen se convierten en víctimas.

Habría que encontrar algún método para evitar riesgos mientras se juzga la culpabilidad o la inocencia, y también un método para acortar los largos procesos judiciales, y un método para cambiar las exigencias de los procedimientos, como son los careos y ciertas pruebas. ¿Qué prueba puede tener alguien que fue violada, que no sea la de haber ido inmediatamente después del hecho a levantar una denuncia y dejarse revisar, lo cual es tan traumático como la violación misma? ¿Qué clase de ley es la que exige el careo de una víctima con sus victimarios, algo tan traumático como la violación misma? Aún recuerdo el caso de una joven en Durango que se suicidó después de que la enfrentaron a sus violadores.

Esto hay que cambiarlo. Y sin embargo, no parece que estén pensando en hacerlo. Hoy mismo, en este caso, la presidenta de la Comisión de Derechos Humanos de la CDMX ha dicho que “estamos en espera de que la víctima acuda a identificar a sus agresores”, lo cual es necesario, pero no a fuerzas tiene que ser con careo.

No se vale que denunciar la violencia implique vivirla de nueva cuenta. Y menos se vale que sigamos viviendo en esta violencia.



Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx

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