Una de las democracias más sólidas del mundo occidental estará hoy a prueba. La misma democracia que se ha promovido como el modelo a seguir y a imitar por muchos países en el mundo, la que en su nombre ha sometido a naciones, ha derrocado líderes con golpes de Estado y ha incendiado países con revoluciones intestinas por la imposición de regímenes leales a Washington, tiene en este martes uno de los retos más fuertes de su historia en los 244 años de existencia de los Estados Unidos .

Lo que se definirá este 3 de noviembre en las urnas, con casi 75% de los votos ya emitidos de manera anticipada, no es sólo quién gobernará al país más poderoso del mundo en los próximos 4 años, sino si la democracia de Estados Unidos podrá seguir siendo esa referencia obligatoria —y a veces obligada por la fuerza del imperio— para el resto del mundo y particularmente para América Latina . Y si el sistema político y democrático estadunidense resiste una acusación de fraude, que ya empezó a hacer Donald Trump previendo su derrota, y si los mecanismos electorales, legales y constitucionales pueden resolver lo que se ve venir como una de las peores crisis políticas de la historia reciente para los estadounidenses.

Un triunfo de Joe Biden o del propio Trump que no sea lo suficientemente claro y amplio, tanto en los votos como en los Colegios Electorales de los estados de la Unión Americana, dejaría como último recurso el arbitraje de la Suprema Corte de Justicia. Y si cualquiera de los dos candidatos que pierda lo acepta y reconoce (especialmente el presidente Donald Trump, quien ha puesto la legalidad en duda si hay un resultado adverso en su contra), ahí terminaría todo y si acaso reviviríamos el fantasma de 2000 con la apretada victoria de George W. Bush en Florida; pero si eso no ocurre y lo que sobreviene es una descalificación total del proceso por el candidato republicano, entonces entraríamos a un escenario inédito e impredecible para Estados Unidos.

Porque a diferencia de los conflictos poselectorales que conocemos bien otros países de América, México el primero con su historial de marchas, plantones, acusaciones de fraude anticipado y su emblemático “al diablo con las instituciones”, lo que puede suceder en Estados Unidos no sería tan tropical y anecdótico como una “presidencia legítima” o un “gabinete en la sombra”. Una crisis política y electoral, en el actual ambiente de división y polarización que tiene la fracturada sociedad estadounidense, sería el detonante de posibles conflictos sociales, políticos y hasta raciales en las calles de las principales ciudades del poderoso país.

La presencia de grupos tan antagónicos e irreconciliables como los supremacistas blancos de “Proud Boys”, los armamentistas de Alt-Rigth, el aún vivo KKK o hasta los neonazis que apoyan a Trump, contra el movimiento Black Lives Matter o las organizaciones de latinos y proinmigrantes en EU sería un choque difícil de controlar en las calles, si hay solo una chispa, una declaración o un discurso de Donald Trump que sugiera, como lo ha hecho a lo largo de cuatro años en su discurso, que el presunto “fraude” en su contra tiene que ver con un tema racial o un sistema que le quiere devolver el poder a las minorías raciales por sobre la mayoría blanca.

La forma en que un conflicto político o racial en los Estados Unidos, que incluya disturbios o confrontaciones en las calles, impactaría al mundo es previsible. Lo primero sería la afectación de los mercados financieros y la caída del dólar, que pondría en jaque a la Bolsa y a la economía estadunidense y con ella a las economías que dependen directamente de ella como es el caso marcado de la economía mexicana. Luego vendría un efecto político: si llegara a ponerse en jaque o incluso a colapsar un sistema político y democrático que ha sido hasta ahora el emblema del mundo occidental, el impacto geopolítico sería brutal y reforzaría la ola de extremismos nacionalistas que ha emergido en todo el planeta con líderes populistas y demagógicos, de derecha o de izquierda, que podrían ganar terreno si se desacredita a una de las principales democracias del planeta.

Son escenarios catastróficos que nadie quiere y que a nadie conviene, menos a los Estados Unidos y a su sociedad y a su clase política que, de abrir la puerta a algo tan peligroso, estaría también dando la razón a quienes dicen que el liderazgo de la superpotencia norteamericana está llegando a su fin y que un nuevo orden mundial, con China pisándole los talones, empezaría a emerger si se colapsa el sistema estadunidense.

Pero a reserva de lo que ocurra este martes clave y de cómo se procese la complicada elección presidencial, aún en el escenario más ideal donde el perdedor acepte la derrota y no haya conflicto, la división de la sociedad estadunidense y el daño que le ha hecho a su sistema político una figura como la de Donald Trump parecen tan profundas que aún un triunfo claro de Biden tardaría tiempo en retomar el equilibrio perdido y cerrar tantas heridas que hoy están abiertas en la nación más poderosa del mundo.

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