1. La mañana del 17 de septiembre de 1973, don Eugenio Garza Sada, uno de los más notables y emprendedores industriales del país, viajaba en un Galaxy anticuado, vestido de forma sencilla, rumbo a las oficinas generales de la Cervecería Cuauhtémoc.

Cabeza del poderoso Grupo Monterrey, el octogenario empresario estilaba una vida austera: rechazaba los consumos ostentosos y utilizaba sus ganancias para crear más empleos, mejorar las condiciones de vida de sus obreros y empleados y patrocinar la educación superior en su estado.

De pronto, a las 9 y 15 minutos, una camioneta le cerró el paso al Galaxy y cinco jóvenes bajaron al asfalto disparando sus metralletas. Muchachos locos. Desencaminados. Posiblemente mariguanos. Rebeldes sin causa. Al día de hoy nadie se explica qué hacían disparando esas armas.

2.

Esa mañana fatal de septiembre, cinco jóvenes viajaban en una camioneta, en las manos y en los regazos, revólveres y metralletas. Eran cinco guerrilleros novatos de la Liga Comunista 23 de Septiembre, una organización clandestina que había declarado la guerra contra el Estado y el sistema capitalista apenas hacía unas semanas, y se disponían a secuestrar a unos de los capitalistas más prominentes del país, el billonario Eugenio Garza Sada.

A entender de los guerrilleros, a partir de la masacre de estudiantes ocurrida cinco años antes en la Plaza de Tlatelolco, el Estado Mexicano había cancelado las posibilidades de una transformación pacífica de una sociedad dividida por un abismo de desigualdad entre ricos y pobres. De cierto, por esos días el ejército se encontraba desplegado por el territorio nacional capturando a diestra y siniestra a disidentes del sistema, para encarcelarlos y torturarlos —y finalmente ajusticiarlos sin ningún trámite legal.

Quedaba, a juicio de los guerrilleros, un solo recurso ante la injusticia y la represión social: la guerra de guerrillas contra los poderes establecidos. Sabiendo que arriesgaban la vida en el acto, los jóvenes saltaron de la camioneta disparando contra el Galaxy del potentado.

3.

El historiador Pedro Salmerón, director del INEHRM*, publicó hace días en su blog Cabeza de Villa un recuento de aquellos hechos remotos. Yo acá solo calco sus palabras —ocho de cada diez frases son suyas— y simplemente separo su relato en dos versiones.

Sospecho que a los comentaristas liberales que pidieron la cabeza de Salmerón porque en un solo momento llamó valientes a los guerrilleros, les agradará mi primer versión, la del empresario ejemplar asaltado por demonios abstractos. Igual sospecho que a los marxistas recalcitrantes les gustará solo la segunda versión, la de los muchachos que animados por una utopía arriesgan la vida para acribillar a un capitalista genérico.

Y sin embargo, el relato original de Salmerón, donde mezcla las razones del empresario con las razones de los guerrilleros, es el más cercano a lo que de verdad ocurrió aquella mañana en que dos sueños del país se cruzaron, de forma estridente y trágica. Un encontronazo que desataría la Guerra Sucia del Estado contra los movimientos sociales de Izquierda, una guerra que hundió en sangre a México.

Pedir la cabeza de Salmerón por un solo adjetivo discutible —valientes— no honra a quienes la pidieron: delata o que no leyeron el texto completo o que los anima una violencia ciega: ni uno de ellos, ni yo, ni nadie, puede responder por cada palabra que ha escrito o pronunciado en público, y no les deseo a ellos ser sometidos en el futuro a una crítica tan feroz.

De mayor trascendencia, el linchamiento de Salmerón es la petición de una visión simplista de nuestra Historia. Peor, una visión melodramática, de buenos y malos, ángeles y demonios. Peor, una visión estrictamente neoliberal. Y aún peor, una visión mentirosa.

Llegando a este último párrafo a las 8 de la noche del sábado, esta que acá teclea desconoce si Salmerón será “renunciado” para dar gusto a los simplistas. Ojalá que no. En la dirección de un instituto de estudios históricos necesitamos a un historiador que sabe narrar la complejidad moral de los puntos trágicos de nuestro pasado.

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