Tengo año y medio recluida injustamente. En este tiempo he visto cómo se deja libre a un peligroso narcotraficante, se defiende incondicionalmente a quien por sus omisiones ha causado miles de muertes y se protege a quien es acusado de violencia sexual. También he sido testigo de que quienes huyeron y fueron extraditados no pisaron la cárcel y tampoco quienes rindieron declaraciones falsas a cambio de impunidad. Todos por supuesto son hombres. Yo (la única mujer) he sido perseguida con saña. La Auditoría Superior que se descalifica públicamente cuando no gustan sus informes, se utiliza de ariete para acusarme, sin haber puesto nunca una demanda en mi contra ni tampoco solicitado que se resarciera algún daño al patrimonio público porque no lo hubo de mi parte.

Se me acusa a partir de un trabajo periodístico, cuando todos los días paradójicamente se desacredita a los medios de comunicación. Se habla de un supuesto esquema de triangulación de recursos a través de contratos con 8 universidades y 10 dependencias del gobierno anterior, hecho que no han comprobado judicialmente. Lo que quieren es cuadrar sus hipótesis a partir de la tortura que significa tenerme en la cárcel. Las preguntas siguen siendo las mismas ¿por qué soy la única privada de la libertad? ¿por qué no hay un solo funcionario de mi mismo nivel que siquiera haya sido investigado? ¿por qué tampoco los rectores? Por cierto también todos son hombres. ¿No debiera yo de tener un trato procesal en condiciones de igualdad? No, porque de lo que se trata no es de buscar la verdad y la justicia sino de venganza y violencia política.

Me tienen como rehén a pesar de que cuando fui citada me presenté. Me metieron en este lugar con una licencia falsa, acusada de un delito no grave, que no es de corrupción, que no amerita prisión y que en ningún momento supone que yo haya afectado el patrimonio público por lo que no procede la reparación de daño. He sido víctima de múltiples violaciones a mis derechos humanos y al debido proceso. Es decir, toda la fuerza del Estado contra una mujer que no huyó y cuyo único delito es su nombre y su género.

Por eso quise escribir este 8 de marzo, alzando una vez más mi voz contra la injusticia cometida contra mí, consciente de que soy una más de muchas que también están presas y son inocentes. El asunto estriba en lo que con una carga de odio y misoginia dijo el MP: ella fue muy poderosa. Mi delito es haberme atrevido a subvertir el pacto patriarcal, luchado contra el machismo y logrado avances en favor de las mujeres en todas las trincheras en las que he participado. No me perdonan que haya ejercido el poder sin cortapisas. Esto se llama violencia política de género. No me sorprende entonces el silencio de algunos de los de “antes” para que convenientemente nadie los voltee a ver, ni tampoco la saña de los de “ahora”. Es la típica complicidad de los hombres para protegerse entre ellos y como siempre se opta por criminalizar a las mujeres. Es el pacto que no quieren romper, no pueden hacerlo porque son parte esencial del mismo. Nos toca entonces a nosotras levantar la voz, romper las cadenas y dar un grito de libertad.

Política mexicana, feminista.

Violentada
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